XXIX

4 de Febrero.

Yo no sabía lo que me pasaba, al recorrer en coche, con el juez, escribano y médico forense, la distancia entre el Juzgado y el Depósito. Los pensamientos que durante aquel viaje lúgubre asaltaron mi mente, querido Equis, no puedo ni debo comunicártelos, al menos todavía. Yo debí de preguntar á Calderón si nuestros amigos tenían ya noticia de la ocurrencia, porque él me dijo que Augusta se había puesto mala de la terrible sorpresa, y que al punto telegrafió á su marido, el cual se fué el día 1.º por la tarde á las Charcas en compañía de Malibrán y de no sé quién más. Indicóme también que Clotilde no sabía una palabra, que probablemente Orozco se encargaría de darle la noticia cuando viniese. No sé qué más me dijo, porque yo no me enteraba claramente de nada. Á veces creía soñar; ansiaba llegar pronto, y á ratos lo temía; y cuando estuvimos cerca del Puente de Toledo y el juez señaló el vulgar edificio del Depósito, sentí tal pánico, que por punto no me volví atrás. Me enfadaba que el forense, un viejo rígido y seco, sordo, completamente insensible ya, por su larga práctica, á las emociones de estos dramas judiciales, estuviese tan tranquilo, y nos contase con la mayor frialdad que en su dilatada carrera ha hecho dos mil y tantas autopsias. Me infundía horror y lástima aquel sujeto, cuya inteligencia no desconozco y cuya serenidad ante estas catástrofes he admirado al fin.

Dejamos el coche. Las piernas me temblaban. Entré el último de todos, para que la primera impresión de los demás, si alguna tenían, atenuara la mía... El forense sordo entró como puede entrar un cura en la sacristía para ponerse la casulla... Frente á la puerta, sobre una mesa, ví el cadáver de Federico Viera, no tan desfigurado como yo me lo imaginaba. Creí que una mano invisible me apretaba violentamente el cuello, ahogándome. No lloré ni podía llorar. El rostro de Federico parecía de blanca cera, con manchas violáceas; tenía los ojos medio abiertos, cuajados y sin brillo; la nariz afilada, la boca contraída, mostrando por un violento repliegue del labio superior los blanquísimos dientes. Vestía de levita: el pantalón y las botas llenas de fango; la levita enlodada también por el costado derecho. En mitad de la hermosa frente, una mancha roja del tamaño de un duro, cárdena en el centro: por allí había entrado la bala. Le habían desabrochado el chaleco, y se veía la camisa llena de sangre, ya seca en parte y obscura, en parte roja y fresca, formando cuajarones. El forense, señalando el costado izquierdo por la cintura, dijo: «aquí hay otra herida de revólver. La bala está dentro.»

Procedióse á la identificación en forma legal. Calderón y yo declaramos, reconociendo en el muerto á nuestro amigo Federico Viera; firmamos, y nada más. En otras mesas más allá, había dos cadáveres tapados con un paño. El guarda los descubrió, y los ví con indiferencia, cual si fueran animales muertos. No podía apartar los ojos de mi infeliz amigo, y con todas las potencias de mi alma, en un instante de muda y patética tensión, le dije: «Cuerpo infeliz, recobra un soplo de vida, y dime quién te hirió, si fué alevosamente ó en riña...» Junto á mí la voz de Calderón y otras murmuraban no sé qué, ó discutían sobre si era suicidio ú homicidio. No apartaba yo los ojos ni la mente de aquel tristísimo espectáculo. El juez me preguntó si habíamos prevenido á la hermana del muerto, y entonces repitió Calderón que Clotilde no sabía nada aún, y que era menester decírselo. Me enteré de si podía yo presenciar la autopsia; respondiéronme que sí, y que se haría en la mañana siguiente. Salimos con ánimo de volver, yo por lo menos... Aún me parecía pesadilla horrenda lo que veían mis ojos, y mi pensamiento volaba afanoso hacia las misteriosas causas, hacia la acción determinante de aquella muerte.

Al salir, vimos que se acercaba un coche. De él bajó una mujer. Era la Peri, vestida de trapillo, con mantón y pañuelo por la cabeza, guapísima, pálida como una muerta. Cuando nos vió, llegóse á nosotros: su rostro dolorido expresaba terror y sobresalto. «Leonorilla—le dijo Calderón,—no entres, no entres, que esto no es para tí...» La pobre mujer me agarró el brazo, y me dijo en un tono que no olvidaré nunca: «¿Quién le ha matado? ¿No sabe usted quién le ha matado?»

El juez entonces le pidió sus señas para llamarla á declarar, y ella, después de dárselas, prorrumpió en exclamaciones: «¡Pobre niño de mi alma! Tan bueno, tan cariñoso, tan caballero, y tan persona decente... ¿Pero qué será esto? Lo que yo digo: faldas, faldas... ¡Ay! no tengo valor para verle...»

Apoyándose en el tronco de un álamo, derramó muchas lágrimas.

Allí se quedó. Desde lejos la miramos, sentada al pie del árbol, vuelta la cara hacia la puerta del Depósito.

Después quisimos ver el lugar donde apareció el cadáver, y atravesando todo Madrid, fuimos al paseo de Santa Engracia, más arriba de la Fábrica de Tapices, donde hay unas casas modernas muy hermosas. Á la izquierda ábrese una calle en proyecto, cortísima, que sólo tiene un edificio á cada lado, y termina en terraplén, sobre un suelo mucho más bajo. Para llegar á éste, hay que descender un vertedero de tierra movediza. Aún había allí carros echando cascote y arena del vaciado de casas en construcción. Á la derecha, vense chozas construídas con adoquines gastados, tablas, planchas de calamina; detrás de ellas, montones de basura; y delante de algunas, corrales cercados por baldosas rotas, tablas y alambres sustraídos á las plazoletas municipales; cubiles de cerdos entre los montones de paja; bastantes gallinas picoteando aquí y allí. Todo aquello está en hondo, y debe quedar sepultado cuando los terraplenes iniciados por una parte y otra lleguen á unirse. En el centro de la hondonada corre un arroyo, por donde las aguas van á parar á la alcantarilla. Próximo al arroyo, y en la línea más avanzada de las tierras vertidas, encontraron el cuerpo. «Aquí estaba,» dijo el juez, señalando con el bastón una mancha obscura que podía ser de sangre. Los habitantes de las covachas dicen que sintieron un tiro á eso de las siete de la noche... Un muchacho asegura que vió venir á un hombre sin sombrero, por el vertedero abajo, y que hablaba solo.

«¿Y el sombrero no ha parecido?

—Pareció á la entrada de la calle, junto á la valla de la casa en construcción. Los vecinos no están de acuerdo en el número de tiros que sonaron. Algunos no oyeron más que uno; otro asegura haber oído dos, y no falta quien llegue á los tres y á los cuatro.

—¿Y atestiguan todos lo mismo?

—No: una muchacha habla de dos hombres, muy altos, muy negros, con unas barbas muy largas y los sombreros echados sobre la cara... sombreros de ala ancha.

—¿Y el arma?

—No hemos podido encontrarla todavía. El terreno es muy desigual, la tierra blanda y movediza. Puede muy bien haber sido ocultada por los escombros que se han vertido esta mañana.

—¿Se ha interrogado á los habitantes de las casas vecinas, en el paseo de Santa Engracia?

—Sí; pero no dan ninguna luz. Los porteros del 17 triplicado, que es la casa más próxima, no han visto ni oído nada.»

Discutióse sobre si fué suicidio ú homicidio. Uno de los presentes, que no sé si era el actuario, expresó la hipótesis de que el crimen se había cometido en otra parte, habiendo transportado el cadáver hasta arrojarlo por el vertedero. No sé por qué me pareció esto inadmisible. Examinamos el suelo, en el cual vimos impresas tantas pisadas, que nada se podía leer en él. Alguien dijo allí que aquel sitio era, después de anochecido, muy solitario. Antes hubo en él una vereda que permitía pasar desde Santa Engracia á la calle de Trafalgar; pero han cerrado ya el paso con una valla, y ni un alma transita por allí de noche, á excepción de los habitantes de las chozas, los cuales tampoco toman la dirección del sitio en que apareció el cadáver, sino que se arriman á la derecha. No hay alumbrado en aquel sitio, ni cosa que lo valga.

Volvíme á casa. No pude almorzar. Sentía vivos deseos de visitar á los de Orozco, y al mismo tiempo dábame espanto la idea de entrar en aquella casa. ¡Oh, Dios! no podía apartar de mi mente la idea (¡terrible y misteriosa presunción!) de que Augusta sabe la verdad. No sé en qué orden de impresiones ó de corazonadas me había fundado yo, la noche antes de conocer el suceso, es decir, la noche misma en que debió de ocurrir la catástrofe, para dar por despejada la incógnita que tanto me atormenta, y decir con efusiva y franca convicción: «Federico es.» Como que al acostarme pensé escribirte mi primera carta en este sentido, diciéndote: eureka... Me acuerdo de esto del eureka, y de los razonamientos con que me propuse apoyar mis conclusiones. ¡Qué lejos estaba de que mi carta primera sería escrita bajo una impresión trágica! Estoy aturdidísimo. Déjame que coja el hilo que se me ha escapado de las manos. Te decía que... ya me acuerdo... que no hay quien me quite de la cabeza que Augusta sabe la verdad. Yo quería observar aquella cara, aquellos ojos... ver si tiene entereza para ponerse la máscara, y cómo engaña con ella á los demás, pues lo que es á mí...

Entré temblando. Yo debía de estar como un muerto. El primero á quien ví fué Orozco, triste, pero sin perder aquella tranquilidad que tanto admiramos en él. No calificó el caso de suicidio ni de homicidio. Fuera lo que fuese, parecía atribuirlo á lances de juego. Acababa de llegar de las Charcas con Malibrán, y los dos refirieron la impresión terrible que les causó por la mañana el telegrama de Augusta participándoles el terrible suceso. Hablóme después Tomás de la pobre Clotilde, y allí me enteré, no sé por quién, de que ya sabía la muerte de su hermano. Nos libramos, pues, del tremendo paso de darle la noticia. No me atreví á preguntar por Augusta, á quien no veía en el salón ni en su gabinete. Pronto supe que la desagradable sorpresa recibida por la mañana, cuando Calderón le contó el caso, habíale producido una fuerte jaqueca; hallábase acostada, y no quería ver á nadie. Comimos solos Orozco, Malibrán y yo. Cornelio era el único que tenía un mediano apetito; el santo comió poquísimo, y yo nada. Los tres callábamos. Á mí se me humedecían los ojos á cada instante. El diplomático (digo esto haciéndole justicia) me pareció sinceramente apenado, y añadiré que por primera vez sentí dulcificarse la antipatía que siempre le tuve. Tomás y él hicieron elogios del pobre muerto, encareciendo su extremada delicadeza, su cariñoso trato, y lamentando que las irregularidades de su vida le hubieran llevado á tan triste fin. No pude conservar mi varonil entereza, y me eché á llorar como un chiquillo.

Llegaron después algunos de los concurrentes de abono, á quienes noté consternados, y como temerosos de abordar el asunto. Me parece (no puedo asegurarlo) que Villalonga y Malibrán cuchichearon en un largo aparte, mientras el marqués de Cícero me pedía relación circunstanciada de lo que ví en el Depósito. Hablé de esto lo menos que pude. Otra cosa reparé, y es que aquella noche no se habló de crimen. Bastante teníamos con aquella realidad fresca y que nos tocaba tan de cerca. Las emociones jurídicas del otro drama, antiguo ya y manoseado á fuerza de representaciones, perdían su novelesco interés. Cisneros no dijo una palabra del suceso, y observé en él una taciturnidad que por completo le desfiguraba, presentándomele muy otro de como le había visto siempre. El Catón ultramarino dejaba en profunda paz á la Administración de Cuba y á los picarones que van á explotarla. Todos los temas de conversación, tan vivos y apetitosos otras noches, se trocaban en insípidos fiambres. Pero el gran asunto, la novedad del día, les imponía miedo, y no osaban tratarla. Te repito que la morriña lúgubre de mi padrino me causaba no poca extrañeza. No era el mismo hombre; una de dos: ó se ponía la careta, ó la arrojaba, mostrando su verdadera faz. Pero aún ocurrió algo que debía dejar en mi mente impresión más honda que todas las impresiones de aquel infausto día inolvidable, el 2 de Febrero, día de la Candelaria. Ten un poco de paciencia.

Á eso de las once, díjome Orozco que Augusta quería verme. Sólo había pasado la señora de Trujillo, que ya estaba de vuelta en el salón, aguardando una coyuntura para echar con Calderón su parrafito criminal. Entré en la alcoba de mi prima. El ruido leve de mis pasos y de los de Orozco, que entró conmigo, me sonaba como si en mi vida hubiera oído rumor de pasos. Ví á la dama echada en una silla larga, bien tapadita. No había luz en aquella estancia, sino en la próxima, y por entre las cortinas apenas penetraba la claridad suficiente para que pudiéramos vernos las caras. Augusta me alargó la mano izquierda, mandándome sentar á su lado. Su marido le preguntó cariñosamente si se sentía mejor, y ella replicó que sí, preguntándole á su vez quién había venido y cuál de los asiduos faltaba aquella noche. Un rato hablamos los tres del caso de Federico, siendo ella la primera que lo mentó, diciéndome: «¿Qué te parece esta tragedia?» Respondí con las frases de cajetín, procurando observarle la cara; pero la obscuridad me impedía distinguirla. Su voz sí que pude apreciarla bien. Tenía cierto temblor, una empañadura ó sordina que delataba profundísima turbación.

«Todavía no se me ha pasado el susto—dijo procurando templar su voz en un timbre claro.—Esta mañana, al salir yo para misa, vino Pepe, y á boca de jarro me disparó la noticia. Precisamente me cogía de muy mal humor, porque pasé parte de la noche con la prima Serafina, que sigue muy grave. Me parece que la perderemos pronto. Pues figúrate: en tal situación de ánimo, un trabucazo así... Me afecté tanto, que no pude salir de casa, y á poco me entró jaqueca. No puedo oir hablar de gente que se mata ó á quien matan, sin que me ponga á dar diente con diente. Y cuando se trata de una persona conocida...

—¡Pobre muchacho!—indicó Tomás.—Tenía sus defectos como todo el mundo; pero también grandes cualidades.

—Cualidades que no son nada comunes, esa es la verdad—añadió Augusta mirándome.—Es realmente un dolor... Le apreciábamos como te apreciamos á tí, que eres de la familia. Tengo que advertirle á Pepe que aprenda á dar estas noticias terribles con más tacto y de un modo gradual, no de sopetón, como hoy... Me quedé muerta... Lo primero que se me ocurrió, como siempre que me siento apenada y nerviosa, fué telegrafiar á éste para que viniera. Tenía miedo de estar sola. Desde que te ví entrar esta noche (mirando á su marido cariñosamente), me pareció que se me disipaba el miedo. Voy recobrando la serenidad, y si se me hubiera quitado esta puntadita de clavo, estaría tan campante recibiendo á mis amigos...»

Yo me condolí acerbamente del desgraciado fin de mi amigo, y Augusta dijo, ya con la voz más segura: «¡Dios le haya perdonado! ¡Pobrecito! ¡Qué extravíos, qué conflictos, qué desórdenes de la vida le habrán llevado á ese desastre!»

No sé qué respondí. Pensaba en aquel momento que mi prima me había llamado para decir todo aquello delante de mí, como se trae á un testigo para dar fuerza legal á manifestaciones de importancia. Pensé también que aseguraba su coartada con aquello de acompañar á la tía Serafina. Orozco dijo que no debíamos aventurar juicio alguno sobre los móviles de la muerte de Federico, ni aun sobre la muerte misma, que hasta aquel momento permanecía envuelta en el misterio; y dicho esto, se fué, dejándome la impresión de que le preocupaba el suceso más de lo que á primera vista parecía. Cuando nos quedamos solos, Augusta introdujo diplomáticamente en la conversación una idea extraña al asunto capital de aquella noche. No sé qué me dijo de si se casaba ó no al fin con el artillero la chica segunda de Pez, y volvió á caer con repentino salto sobre el trágico tema, diciéndome: «¡Vaya, que esto da que pensar! Pero tú que eras quizás el único algo conocedor de las interioridades de su vida, ¿no tienes antecedentes para descubrir...?

—Al enterarme de esta desgracia—contesté presentando la versión más vulgar para ver si la aceptaba con alegría,—pensé que alguna pérdida de juego ha podido ser la causa.

—¿Pero qué?—apuntó con viveza, huyendo, la muy pícara, de la trampa que yo le tendía,—¿está averiguado que fuera suicidio? Mira tú, juzgando sólo por impresión, yo me inclino á creer que no.

—Fácil es que la justicia lo ponga en claro; y si acaso resultase...

—Para mí—afirmó con aplomo interrumpiéndome,—lo que hay aquí es un choque por cuestiones de mujeres. Ya tienes noticia de las francachelas escandalosas en casa de esa que llaman la Perri ó la Pera ó no sé cómo.»

Parecióme que daba este giro al asunto para despistarme, á fin de que yo no pudiera sorprenderle los pensamientos.

«Tú lo sabes—me dije llena el alma de amagura;—lo que pasó tú lo sabes, tú sola. Si alguien le dió muerte ó se la dió él mismo, tú lo sabes, porque delante de tí ocurrió la espantosa desgracia, como quiera que fuese.» En alta voz dije que no sospechaba que Leonor tuviera conexiones con el misterioso hecho, y ella repitió que en el mujerío de mal vivir y en el juego, fatalmente combinados, hay que buscar siempre las causas de estos dramas. Yo le miraba el rostro, considerándolo como un espejo en cuya superficie la terrible escena había estado reproducida durante breves instantes. ¡Cuánto habría dado yo porque de la imagen aquélla subsistiese algún rasgo en la cara-espejo! Pero si algo había, no me era fácil verlo á causa de la obscuridad. Ni podía tampoco examinar sus expresivos ojos, que alguna sombra fugaz reproducirían tal vez de lo que en la mente se conservaba fielmente estampado. Hube de reparar después que se movía inquieta, procurando envolverse mejor en su cachemira, y que en aquellos movimientos de precaución ni una sola vez sacó la mano derecha. Parecíame que la ocultaba entapujada.

«¿Qué tienes en esa mano?—le pregunté vivamente.

—Nada. Ayer me quemé un poco, lacrando una carta. Pero no es nada. Para evitar el roce, me defiendo la quemadura con el pañuelo.»

Dió más explicaciones; pero lo que es la quemadura no me la enseñó.

«Pues verás—le dije después de una pausa:—si la justicia no descubre la verdad de lo ocurrido, yo la descubriré.»

Parecióme que no se inmutaba al oir esto. Por fin me contestó:

«Yo creo que la justicia lo pondrá bien en claro, Manolo. No te metas á polizonte, no vaya á pasarte lo que á esos que se proponen descubrir el crimen de la calle del Baño, y han armado ya un lío que nadie se entiende.»

Calló, y se puso á mirar al techo. Yo la contemplaba á ella sin pestañear. Hubo un instante, te lo declaro ingenuamente, en que me inspiró aquella mujer un horror que no puedo pintarte. Impulso sentí de arrojarme sobre ella, y echarle las manos al pescuezo, gritando: «Confiesa tu crimen; confiesa que por tu culpa ha perecido ese infeliz hombre. Revélame la verdad, ó te ahogo aquí mismo.» Desvanecióse pronto aquel arrechucho, sin que llegara, por fortuna, á pasar de la idea á la acción. Pero mi exquisita impresionabilidad determinó al instante otro fenómeno anímico, y fué que me asombraba de haber amado á semejante mujer. No: en aquel momento, habría jurado yo que la aborrecía y la despreciaba con todas las fuerzas de mi alma. La pasión que sentí por ella se me representaba como uno de esos estímulos de nuestro amor propio, que nos llevan á situaciones y actitudes enfáticas, de las cuales nos arrepentimos en cuanto caemos en la cuenta de que no arrancan del fondo efectivo de nuestro sér.

Hablamos luego de cosas indiferentes, y me retiré pensando que vivimos en una sociedad esencialmente dramática; sólo que el barniz de cultura que nos hemos dado encubre el drama en las esferas altas, dejándolo sólo descubierto en las inferiores.

Salí de allí con el alma destrozada, y me marché temprano de aquella casa, á la que empezaba á cobrar aborrecimiento.

Pasé muy mala noche... Mi cama toda llena de agujas.

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