XXXII

9 de Febrero.

Hoy, amigo mío, tengo que contarte algo muy importante; y como vivimos en plena atmósfera novelesca, porque cada quisque, con motivo de este suceso, inventa, zurce y enjareta argumentos más ó menos aceptables, se me ha pegado algo del amaneramiento artístico, y aspiro á excitar en tí el interés de lector, contándote los hechos sin seguir la serie de los mismos, esto es, empezando por el medio, para caer luego en el principio y saltar de éste al final, concluyendo tal vez con vaguedades, interrogaciones ó puntos suspensivos en que haya conjeturas para todos los gustos.

Pues verás: mi padrino me mandó llamar ayer. Supuse que quería tratar conmigo del trágico fin de Viera, y así fué. Nunca he visto al buen Cisneros como ayer le ví. Se distraía, se le iba el santo al cielo á cada instante. Visibles eran sus esfuerzos por disimular una turbación hondísima; pero no podía conseguirlo. Se encasquetaba la burlona máscara, que sabe usar como ninguno cuando le place; mas ni por esas. La turbación le salía por los ojos en destellos fugaces, por la boca en monosílabos y expresiones entrecortadas.

«Es una indecencia la opinión en este país—me dijo temblando de ira.—No respetan nada... Esto es un escándalo.»

Enseñóme varios periódicos que daban cuenta del crimen, haciendo alusiones veladas á la familia de Orozco.

«Es cosa de ir y romperles la cabeza á esos miserables.

—Poco á poco, don Carlos—le respondí.—Estas cosas que antes eran la más sabrosa golosina de usted, ¿por qué ahora le enfadan tanto?

—¡Oh! no, no: si yo no niego que la sociedad está pervertida; que todo lo malo, por el solo hecho de ser malo, es verdad—indicó recobrando su papel;—pero si cojo á uno de esos periodistas, tendría mucho gusto en darle un estacazo... Conste que yo sostengo lo que siempre sostuve. Pero no confundamos las cosas. Si al tronera de Federico le da la vena de matarse, ¿tiene esto que ver con mis hijos? Ya sabes que no tengo cariño á Orozco; pero eso no quita para que... En fin, que me da la gana de indignarme con estas infamias, y no sé cómo tú no te indignas también. ¿Eres ó no eres de la familia?

—Yo comprendo que usted se sulfure—le dije,—y por eso ha tenido ayer una conferencia de dos horas con el juez que instruye la causa.»

Esta noticia del juez, adquirida y comprobada por mí el día antes, es el resorte que, debiendo ser expuesto al principio, reservaba yo para encajártelo al promedio de mi entrevista con Cisneros. Con este recursillo pensaba yo construir artísticamente la narración para jugar con tu curiosidad; pero, chico, se me ha escapado antes de tiempo, y yo no borro nada de lo escrito. En rigor, debo preferir el orden lógico del relato á las triquiñuelas del oficio narrativo, que no son para usadas por aprendices.

Pues bueno. Cuando le encajé á mi tío lo del juez, se le descompuso la cara y montó súbitamente en cólera, diciéndome:

«Y tú, ¿qué sabes de eso? Mira, mequetrefe, te echo de mi casa, y no vuelves á poner los pies en ella. Veo que en tí no hay sentimientos honrados. Has dicho un embuste, una tontería, una estupidez, sí, señor.»

No sé las atrocidades que de su boca salieron; pero no negó que hubiese conferenciado con el juez. ¿Y cómo negarlo? Había perdido por completo la serenidad, y yo la conservaba. Iba y venía agitadísimo, de un ángulo á otro de la habitación, recogiéndose los faldones de su bata arqueológica. Á lo mejor, el enfurecido viejo daba puñetazos en todo lo que cogía por delante, fuera cofre, vargueño ó mesa de mosáico. Fíjate en lo que decía:

«Llegará ocasión, si seguimos así, en que no pueda uno salir á la calle. Esto da náuseas. ¡Cuánta inmundicia en esa opinión! ¿Pero qué opinión ni qué...? Decididamente, yo le rompo el bautismo á alguien... lo que no quiere decir, entiéndelo bien (parándose ante mí y amenazándome con el puño), que yo crea que el mundo es bueno. Manolo, créeme, vamos á un cataclismo. La sociedad no puede seguir así. Sus bases, las célebres bases de que hablan tanto esos papeles inmundos, hacen crac, crac. El matrimonio se hunde, las instituciones políticas y religiosas se desmoronan. ¡Ejército, Iglesia, Magistratura, pilares podridos que sólo aguardan un encontronazo para caerse! Sí, Manolo, Manolito, tiene que venir un mundo nuevo... pero lo que digo: aunque sé que ese mundo nuevo ha de venir, y vendrá, no lo dudes, por el momento yo tengo ganas de dar un par de guantadas á esos que hablan de lo que no les importa, á los que acusan á las personas formales de crímenes ilusorios... Por lo mismo, hombre, por lo mismo que la sociedad está haciéndose polvo, quiero yo desahogarme... ¡Ah!... ¡qué tropa, hijo!... ¡Cuidado que permitirse reticencias contra mi adorada Tinita!... ¡Vamos, esto es el colmo de la desvergüenza y de la...! Por supuesto, yo reconozco que el mundo es un presidio esférico. El pecado, el mal son su dueño absoluto; pero la honradez y la pureza existen, ¿pues no han de existir? Hombre, aunque sólo sea como término imprescindible de comparación. Pues bien: yo te digo que estas atrocidades que cuentan ahora de la familia Orozco, son injustas y calumniosas... Yo estoy que trino; y si quieres que tu padrino te quiera, sal por ahí, y al primero que te suelte una alusioncita le rompes todas las muelas.

—Amigo don Carlos—le dije,—yo creo que debemos callarnos, pues ignoramos la verdad.

—Manolo, eres un cobarde... y tendré que arrojarte de mi casa.

—Me marcharé, si usted se empeña; pero no sin decirle que la versión judicial respecto á la muerte de Federico me parece absurda.»

Aquí viene bien indicar que aquella mañana misma me dijo el escribano que de la sumaria no sale nada en que se pueda fundamentar el homicidio. La justicia opina que Federico se dió la muerte á consecuencia de grandes pérdidas en el juego. Las diligencias continúan, sí, pero encarriladas ya en una dirección de la cual no se desviarán.

«¿Y en qué te fundas tú—me dijo Cisneros plantándoseme delante con aire jaquetón,—para creer que la versión judicial es absurda?

—En que me consta que Federico no tuvo pérdidas en los últimos días, sino grandes ganancias.

—Quita allá, tonto. Pues cualquiera prueba que hubo esas ganancias. Y aunque las hubiera... ¿qué significa eso? Vaya una manera de argumentar.»

Sin duda estaba el buen señor enteramente trastornado, ó á dos dedos del trastorno, porque de improviso mudó de acento y de expresión, y echándome el brazo al cuello, me dijo:

«Ven acá, tontín, carísimo ahijado mío... ¿Para qué te metes en lo que no te importa? ¿Qué averiguaciones son esas sin contar conmigo, que tengo más arte del mundo que tú? Entendámonos, y obremos de común acuerdo. De tí para mí, podemos comunicarnos nuestras impresiones. Lo que tú sepas, lo que pienses ó sospeches acerca de esta tremenda chiquillada del pobre Federico, confíamelo á mí, y yo con mi experiencia te daré la pauta lógica de los hechos. Cuéntame lo que hayas oído por ahí. ¿Te ha dicho algo la Peri? ¿Qué se habla en el Casino y en la Peña de los Ingenieros? Yo quiero saberlo. Es que... te diré: me gusta enterarme de los diferentes aspectos de la malicia humana, de todas las enfermedades de la opinión, porque la opinión es una pura gangrena, ¿sabes?... Mala es la sociedad; pero la opinión, hijo mío, esa gran charlatana, merece ser tratada como la última de las mujerzuelas.»

Nunca le había visto tan fuera de su centro. En él luchaban las ideas que constituyen lo más típico y lo más agradable de su personalidad, con la obligación de aplicar á un hecho real criterio distinto del que siempre usa; luchaba también en su ánimo el afán de conocer la verdad con la vergüenza de ver mezclado el nombre de su hija en aquel drama incomprensible. El traqueteo de esta lucha; los brincos que daba su ingenio enzarzándose con su conciencia; los chillidos que á veces salían de lo más hondo de ésta; las ansias de la curiosidad; los bramidos del orgullo, queriendo sostener la idea pesimista por encima de todo, producían un zipizape espiritual que me hizo muchísima gracia. Créelo: me costó trabajo no echarme á reir, pues á veces se me representaban los sentimientos y las ideas de mi padrino como gatos que se arañaban y se mordían en furiosa reyerta. Llegué á creer que le daba un ataque de nervios, porque el pobre señor, en aquel ir y venir, parecía que bailaba ó que hacía volatines. Procuraba yo tranquilizarle, y al fin conseguí que se tendiera en un sofá. Al cambiar de postura, varió de tono. Habías de verle y oirle.

«Te confesaré una cosa: tengo un amargor en el alma que me atosiga. Yo sigo en mis trece: la Humanidad es esclava del mal; pero francamente, no me gusta que mi nombre ande en bocas de la caterva maliciosa. Me has de contar todo lo que oigas, aunque sea de lo más insolente y desvergonzado. Después, ¿sabes lo que hacemos tú y yo? Desafiar á medio Madrid.

—¡Ave María Purísima!

—Es que yo, aquí donde me ves, tengo el punto de honor muy delicado, y no aguanto que nadie me toque al pelo de la ropa. Estoy furioso; quiero emprenderla con alguno, dar un recorrido al que me contradiga, hacer cualquier atrocidad. ¡Si me parece que he vuelto á los veinte años, á la edad valiente en que yo cobraba el barato entre los muchachos de mi taifa!»

Quería levantarse. Yo le contuve, diciéndole: «Don Carlos, no sea chiquillo. Yo le contaré á usted todo lo que oiga. Pero advierta que la mayor parte de lo que se dice es pura necedad, novelas que cada cual compone á su gusto para reunir un público de tontos que las escuche y las aplauda.

—Bien, bien... así me gusta que te expreses... porque, francamente, cuando empezaste á hablar conmigo esta tarde, me pareciste inclinado á creer todas esas bolas que corren. Por eso quise echarte de mi casa. Me alegro de verte de acuerdo conmigo. Tú y yo pensamos lo mismo; tú y yo opinamos que la titulada Humanidad es un hatajo de pillos; pero en el caso presente rechazamos las suposiciones malévolas y nos indignamos... ¿Verdad que estás indignado, hijo mío? ¡Ay! hace dos noches que no pego los ojos, impresionadísimo, devorado por el despecho y la curiosidad... Mira, te lo diré con franqueza: deseo conocer la verdad, y temo conocerla. Es que no puede uno ser de roca, aunque quiera. Yo, que presiento la destrucción de la actual sociedad en un plazo más ó menos largo, pero no en mis días, en mis días no; yo, que difícilmente admito móviles puros en la mayor parte de las acciones humanas, no soporto que anden por los suelos mi nombre y el de mi Tinita... Ya tú me entiendes. Esto es una calumnia, una asquerosa calumnia, y no debemos consentirlo.

—Mire usted, padrino—observé yo,—si no poseo la verdad, trato de poseerla. Le juro á usted por mi salvación que si doy con ella, la tendrá usted, por dolorosa y amarga que sea.»

Su primer impulso fué darme un fuerte abrazo; pero después le ví palidecer y fruncir el ceño, y me dijo con voz muy grave:

«Tú me contarás todo lo que oigas; pero no bajas averiguaciones; no revuelvas, no menees esto.

—Pero ¿qué mal hay en perseguir la verdad, la santa verdad, tío?

—La santa verdad, hijo de mi alma, no la encontrarás nunca, si no bajas tras ella al infierno de las conciencias, y esto es imposible. Conténtate con la verdad relativa y aparente, una verdad fundada en el honor, y que sacaremos, con auxilio de la ley, de entre las malicias del vulgo. El honor y las formas sociales nos imponen esa verdad, y á ella nos atenemos.»

Dicho esto me abrazó de nuevo, y casi al oído me dijo estas palabras:

«No averigües nada, ni te metas á buscador de la verdad absoluta, que no encontrarás. El juez es hombre recto y muy amigo mío, y nos dará la solución. Tú la aceptas, la propalas, y al que te diga algo contra ella, le divides. Tose fuerte, y tendrás siempre razón. Y ya que nos hemos explicado, te confesaré que el juez y yo hablamos. Es amigo mío y me debe su carrera, porque, conociendo su mérito, le saqué de Valoria la Buena, donde estaba obscurecido, y le llevé á Zamora, y de Zamora me le traje acá. No vayas á creerte que he ejercido presión sobre él. Es hombre de ideas lúcidas y de puntos de vista muy elevados. Bien sabe que no mediando perjuicio de tercero, la mayor de las injusticias es arrojar inútilmente la ignominia sobre una familia respetable.

Yo quise objetar algo, y noté que se enfurecía. «Cállate la boca—gritó.—No admito observaciones tontas... Mira que te echo de mi casa. Tú no lo quieres creer; pues te arrojo, te pongo de patitas en la calle, como tres y dos son cinco.»

No me atreví á contrariarle, temeroso de que le diera un berrinche de consecuencias funestas para su salud, y en pago de mi silencio, me abrazó con paternal efusión, y me palmoteó bien las espaldas, llamándome su hijo querido, y asegurando que soy la persona de la familia á quien más ama. Me habría gustado que presenciaras la escena, pues yo no puedo darte idea de las marrullerías de este viejo zorro. Ahora me acuerdo de que en una de tus cartas me dijiste que la figura de Cisneros te parece creación mía; que dejándome llevar de la fiebre narrativa y del natural deseo de cautivar á quien me lee, he pintorreado los rasgos y perfiles de la fisonomía moral de este individuo, haciendo una figura de realidad artística, pero no un verdadero retrato como esperabas de mí. No, querido Equis: te juro que es retrato. No te mueva lo extraño de la silueta á dudar de su parecido y autenticidad. Piensa en las variedades infinitas que atesora la Naturaleza, en la abundancia de sus inagotables colecciones, donde así la fauna como la flora te ofrecen formas nuevas cada vez que las examinas. No es Cisneros invención mía, ni yo invento nada. ¿Y qué iría ganando yo con meterme á plasmador, aunque hacerlo pudiera? Siempre me quedaría muy lejos de la realidad. ¡Esa sí que inventa, y con qué garbo! ¡Qué cosas nos enseña, y qué sorpresas nos da! ¡Lo que sabe esa pícara! Para comprender su maestría fecunda, ponte á hacerle la competencia y suelta las riendas á tu imaginación; dedícate á fingir, por ejemplo, tipos de plantas, variedades de animales. ¿Á que te cansas antes de llegar á la millonésima parte de lo que ya existe, y desesperado tiras los trastos de imaginar? Pues lo mismo te pasaría en el inmenso capítulo de la psicología y los actos humanos. Échate á componer caracteres y acontecimientos, y verás cómo te quedas corto, muy corto. ¡Trabajo inútil y necio, cuando la realidad te los da siempre vivos y verdaderos, y siempre nuevecitos! La invención realmente práctica consiste en abrir mucho los ojos y en acostumbrarse á ver bien lo que entre nosotros anda... No sigo, porque ahora me acuerdo de que tú y yo solemos tronar contra las consideraciones, y éstas que haciendo estoy son quizás de las más soporíferas.

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