XXXIII

10 de Febrero.

Sigo la de ayer, que, aunque bastante larguita y pesada, iba incompleta. Contábale yo á mi tío alguna de las desatinadas hipótesis que había oído, cuando entró Malibrán. Comprendiendo yo que mi presencia les contrariaba y que querían hablar á solas, apartéme, y les ví de gran secreteo durante un mediano rato. No llegó á mis oídos ni una sola sílaba, ni intenté atraparla tampoco. Que hablaron del suceso de autos, era indudable. Malibrán se expresaba con la vehemencia oficiosa de una persona que, por propia iniciativa ó por encargo, se ha impuesto la misión de arreglar un asunto de difícil compostura. Cisneros oía y como que dictaba un plan. Creí que, después de esto, Cornelio saldría á la calle; pero no fué así. Mi padrino parecía cansado y soñoliento. Le dejamos en el sofá, y nos fuimos á un gabinete próximo, donde el diplomático se puso á ver carteras de estampas. Yo hice lo mismo, y trabamos conversación, empezando él por darme un curso instructivo de Alberto Durero, Lucas de Leyden, Holbein y otros maestros, y te confieso que le oía con gusto, porque se sabe al dedillo la historia del grabado en talla dulce y del agua fuerte, y la explica con amenidad y lucidez.

Cuando ya me pareció que habíamos hablado bastante de aquellas materias, metí el embuchado del tema que tratar quería, y le dije: «Vamos á ver, amigo Malibrán: usted, como todo el mundo, habrá formado su opinión sobre este lío. Dígamela usted con sinceridad, si no es indiscreción el desear saberla.

—¡Oh! no, indiscreción de ninguna manera—me respondió sereno y afectuosísimo.—Mi opinión es bien clara, y no la oculto á nadie. Desde el momento en que Orozco y yo recibimos la noticia en las Charcas, tuve una idea; y después de llegar aquí y de oir tanto disparate, no la he variado en nada. Creo que esto es sencillamente un suicidio por insolvencia, por no poder cumplir obligaciones contraídas en el juego, ofuscación del ánimo cuyo origen hay que buscar en un sentimiento bravío del honor y de la responsabilidad.

—¿Y no cree usted que...?

—¿Mujeres?... ¿La novela cursi que anda por ahí...? Por Dios, amigo Infante: considere usted que á nosotros nos corresponde juzgar estas cosas con un criterio racional y no con el de la patulea. Me parece que debemos rechazar la fábula vergonzosa que, además de ser inverosímil, va contra la reputación y contra el honor de amigos muy queridos.»

Puesta la cuestión en este terreno, no tenía yo más remedio que otorgar callando, y aun dije alguna frase ambigua en defensa de nuestros amigos. Sorprendióme la actitud de Malibrán, circunspecta hasta dejárselo de sobra, y amoldada á las formas diplomáticas, conforme al papel que tan bien sabe representar en el mundo. No me habría sorprendido semejante actitud si no me constara que un día antes había lanzado, en casa de San Salomó, una de las variantes más novelescas y estrafalarias del tenebroso drama. No me habría sorprendido si no supiera, como sé, que, noches antes del suceso, Malibrán se dejó decir en casa de la Peri, delante de varios amigos excitados por el champagne, que había descubierto el nido de amores de mi prima Augusta, y que sabía quién era él, aunque se reservó su nombre.

Pero, en rigor, nada debía cogerme de nuevas tratándose del carácter de un sujeto cuya falsedad y doblez se me revelaron bajo las exterioridades más cultas. Sin duda, tras un rapto de malevolencia manifiesta, había vuelto sobre sí, encerrándose en su papel social; sin duda, causado el daño que se propuso, había vuelto á vestirse la piel de cordero, dentro de la cual tan bien resuelve los problemas de la vida. Mi padrino y él se entienden de seguro, y manejan los hilos de la trama ocultadora.

Hablamos algo más, esforzándose él en demostrarme la necesidad de sofocar en lo posible el alboroto de las murmuraciones. Mira lo que saqué en limpio de aquel coloquio: que Malibrán aspira á hacerse grato á mi prima, abrazando su causa con ardor y defendiéndola con la donosa fraseología que posee el muy tuno. Seguro estoy de que sacas de los hechos expuestos la misma deducción que he sacado yo.

Pero espérate ahora, que voy á contarte otra cosa que te sorprenderá. De repente sentimos que mi padrino, desde la estancia próxima, nos llamaba: «Eh, pollos, que me tenéis aquí solo y abandonado.» Suele llamar pollos á todos los que no son de su edad. Comimos con él, y de buenas á primeras, como quien continúa en alta voz un monólogo, nos dijo riendo: «Por supuesto, yo estoy siempre en que ese yernecito que Dios me ha dado, ese Orozquito, es un buen punto...

—No estamos de acuerdo, don Carlos: ya sabe usted que yo...—apuntó Malibrán, firme en su papel.

—Amigo mío, usted se me va siempre del lado benévolo. Debe usted dedicarse á escribir vidas de santos, lo mismo que este tontín de Manolo, que sostiene que á Tomás debiéramos ponerle en los altares. ¡Qué inocencia! Si es el pillo más grande que... vamos... Extraño mucho que no lo comprendáis así. Si tocan á hacer santos, ahí está mi hija, que no es floja virtud querer á ese jesuitón como le quiere...

—La canonizaremos,—afirmó Malibrán, con una sonrisa que me dejó helado, pues había en ella el sarcasmo más sutil que imaginarse puede.

—Sí, canonizádmela—repitió Cisneros levantándose.—¡Pobre Tinita mía! Cuánto debe padecer con estas infamias...»

Malibrán y yo nos miramos sin decir nada; pero se me figura que él leyó en mis ojos mi pensamiento, como yo leí el suyo en los de él.

Y basta por hoy. Me parece que tienes para meditar un rato.

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