XIV

Para completar las noticias biográficas de Víctor, importa añadir que tenía una hermana llamada Quintina, esposa de un tal Ildefonso Cabrera, empleado en el ferrocarril del Norte, buenas personas ambos, aunque algo extravagantes. Faltándoles hijos, Quintina deseaba que su hermano le encomendase la crianza de Luis, y quizás lo habría conseguido sin las desavenencias graves que surgieron entre Víctor y su hermano político, por cuestiones relacionadas con la mezquina herencia de los hermanos Cadalso. Tratábase de una casa ruinosa y sin techo en el peor arrabal de Vélez-Málaga, y sobre si el tal edificio correspondía á Quintina ó á Víctor, hubo ruidosísimas querellas. La cosa era clara, según Cabrera, y para probar su diafanidad, no inferior á la del agua, puso el asunto en manos de la curia, la cual, en poco tiempo, formó sobre él un mediano monte de papel sellado. Todo para demostrar que Víctor era un pillo, que se había adjudicado indebidamente la valiosa finca, vendiéndola y guardándose su importe. El otro lo echaba á broma, diciendo que el producto de su fraude no le había alcanzado para un par de botas. Á lo que respondía Ildefonso que no era por el huevo, sino por el fuero; que no le incomodaba la pérdida material, sino la frescura de su cuñado; y por esta y otras razones le llegó á cobrar odio tan profundo, que Quintina temblaba por Víctor cuando éste iba á la casa. Cabrera tenía el genio tan atropellado, que un día por poco descarga sobre Víctor los seis tiros de su revólver. La hermana de Cadalso deseaba que el pleito se transigiera y concluyesen aquellas enojosas cuestiones; y cuando su hermano fué á verla, á los pocos días de llegar de Valencia (aprovechando la ocasión en que la fiera de Ildefonso recorría el trozo de línea de que era inspector), le propuso esto: «Mira, si me das á tu Luis, yo te prometo desarmar á mi marido, que desea tanto como yo tener al niño en casa». Trato inaceptable para Víctor, que aunque hombre de entrañas duras, no osaba arrancar al chiquillo del poder y amparo de sus abuelos. Quintina, firme en su pretensión, argumentaba: «¿Pero no ves que esa gente te lo va á criar muy mal? Lo de menos serían los resabios que ha de adquirir; pero es que le hacen pasar hambres al ángel de Dios. Ellas no saben cuidar criaturas ni en su vida las han visto más gordas. No saben más que suponer y pintar la mona; ni se ocupan más que de si tal artista cantó ó no cantó como Dios manda, y su casa parece un herradero».

Aunque se trataban las Miaus y Quintina, no se podían ver ni en pintura, porque la de Cadalso, que era una buena mujer (con lo cual dicho se está que no se parecía á su hermano), tenía el defecto de ser excesivamente curiosa, refistolera, entrometida, olfateadora. Al visitar á las Villaamil, no entraba en la sala, sino que se iba de rondón al comedor, y más de una vez hubo de colarse en la cocina y destapar los pucheros para ver lo que en ellos se guisaba. Á Milagros, con esto, se la llevaban los demonios. Todo lo preguntaba Quintina, todo lo quería averiguar y en todo meter sus ávidas narices. Daba consejos que no le pedían, inspeccionaba la costura de Abelarda, hacía preguntas capciosas, y en medio de su cháchara impertinente, se dejaba caer con alguna reticencia burlona, como quien no dice nada.

Á Cadalsito le quería con pasión. Nunca se iba de casa sin verle, y siempre le llevaba algún regalillo, juguete ó prenda de vestir. Á veces, se plantaba en la escuela y mareaba al maestro preguntándole por los adelantos del rapaz, á quien solía decir: «No estudies, corazón, que lo que quieren es secarte los sesitos. No hagas caso; tiempo tienes de echar talento. Ahora come, come mucho, engorda y juega, corre y diviértete todo lo que te pida el cuerpo». En cierta ocasión, observando á las Miaus bastante tronadas, les propuso que le dieran el chico; pero doña Pura se indignó tanto de la propuesta, que Quintina no hubo de plantearla más sino en broma. Al bajar de la visita, echaba siempre una parrafada con los memorialistas á fin de sonsacarles mil menudencias sobre los del cuarto segundo; si pagaban ó no la casa, si debían mucho en la tienda (aunque este conocimiento lo solía beber en más limpias fuentes), si volvían tarde del teatro, si la sosa se casaba al fin con el gilí de Ponce, si había entrado el zapatero con calzado nuevo... En fin, que era una moscona insufrible, un fiscal pegajoso y un espía siempre alerta.

Eran sus costumbres absolutamente distintas de las de sus víctimas. No frecuentaba el teatro, vivía con orden admirable, y su casa de la calle de los Reyes era lo que se dice una tacita de plata. Físicamente, valía Quintina menos que su hermano, que se llevó toda la guapeza de la familia; era graciosa, mas no bella; bizcaba de un ojo, y la boca pecaba de grande y deslucida, aunque la adornase perfecta dentadura. Vivía el matrimonio Cabrera pacíficamente y con desahogo, pues además del sueldo de inspector, disfrutaba Ildefonso las ganancias de un tráfico hasta cierto punto clandestino, que consistía en traer de Francia objetos para el culto y venderlos en Madrid á los curas de los pueblos vecinos y aun al clero de la Corte. Todo ello era género barato, de cargazón, producto de la industria moderna que no pierde ripio, y sabe explotar la penuria de la Iglesia en los difíciles tiempos actuales. Cabrera tenía sus socios en Hendaya y entendíase con ellos, llevándoles telas, cornucopias, plata de ley, algún cuadro y otras antiguallas substraídas á las fábricas de los templos de Castilla, un día opulentos y hoy pobrísimos. El toque de este comercio estaba, según indicaciones maliciosas, en que al ir y venir pasaban las mercancías la frontera francas de derechos; pero esto no se ha comprobado. De ordinario, la quincalla eclesiástica que Cabrera introducía (objetos de latón dorado, todo falso, frágil, pobre y de mal gusto) era tan barata en los centros de producción y se vendía tan bien aquí, que soportaba sin dificultad el sobreprecio arancelario. En otras épocas, cuando empezaba este negocio, solía Quintina introducirse en la sacristía de cualquier parroquia con un bulto bajo el mantón, como quien va á pasar matute, y susurrar al oído del ecónomo: «¿Quieren ustedes ver un cáliz que da la hora? Y se pasmarán los señores del precio. La mitad que el género Meneses...» Pero en breve la señora renunció al papel de chalana, y recibió en su casa á los clérigos de Madrid y pueblos inmediatos. Últimamente importaba Cabrera enormes partidas de estampitas para premios ó primera comunión, grandes cromos de los dos Sagrados Corazones, y por fin, agrandando y extendiendo el negocio, trajo surtidos de imágenes vulgarísimas, los San Josés por gruesas, los niños Jesús y las Dolorosas á granel y en variados tamaños, todo al estilo devoto francés, muy relamido y charolado, doraditas las telas á la bizantina, y las caras con chapas de rosicler, como si en el cielo se usara ponerse colorete. No sé si consistía en el trato familiar con las cosas santas ó en una disposición de carácter el que Quintina fuera radicalmente escéptica. Lo cierto es que cumplía yendo á misa de Pascuas á Ramos y rezando un poco, por añeja rutina, al acostarse. Y nada de hociqueos con sacerdotes, como no fuera para encajarles el artículo ó sonsacarles alguna casulla vieja de brocado, hecha un puro jirón.

Cadalsito iba de tiempo en tiempo á casa de la de Cabrera y se embelesaba contemplando las estampas. Cierto día vió un Padre Eterno, de luenga y blanca barba, en la mano un mundo azul, imagen que le impresionó mucho. ¿Se derivaba de esto el fenómeno extrañísimo de sus visiones? Nadie lo sabe; nadie quizás lo sabrá nunca. Pero, á lo mejor, prohibióle su abuela volver á la casa aquella repleta de santos, diciéndole: «Quintina es una picarona que te nos quiere robar para venderte á los franceses». Cadalsito cogió miedo, y no volvió á parecer por la calle de los Reyes.

Tampoco Villaamil tragaba á Ildefonso, que era atrozmente sincero en la emisión de sus opiniones, desconsiderado y á veces groserote. En otro tiempo iban á la misma tertulia de café; pero desde que Cabrera dijo que el planteamiento del income tax en España era un desatino, y que tal cosa no se le ocurría á nadie que tuviera sesos, Villaamil le tomó ojeriza. Se encontraban... saludo al canto, y hasta otra. Doña Pura reservaba para Cabrera motivos de odio más graves que aquel criterio despiadado sobre el income tax. En jamás de los jamases les había obsequiado aquel tío con billetes á mitad de precio para una excursioncita veraniega. Víctor hablaba perrerías de su cuñado, vengándose de los malos ratos que el otro le hacía pasar con exhortos, notificaciones y comparecencias. Para Víctor era de rúbrica que Cabrera burlaba el rigor de la Aduana en sus traídas de material eclesiástico y exportaciones de guiñapos artísticos. Y no sólo robaba al Estado, sino á la empresa, porque en los comienzos del negocio confiaba sus paquetes á los conductores, y después, cuando aquéllos se trocaron en voluminosas cajas y no quiso exponerse á un réspice de los jefes, facturaba, sí, pero aplicando á sus mercancías de lujo la tarifa de envases de retorno ó maderas de construcción. En sus declaraciones de Aduanas había cosas muy chuscas. «¿Cómo creen ustedes que declaró una caja llena de San Josés?—decía Víctor.—Pues la declaró piedras de chispa». Como él hacía favores á los vistas, éstos le pasaban aquellos manifiestos incongruentes; y los incensarios de bronce, ¿qué eran?... ferretería ordinaria; ¿y los ternos de tela barata?... paraguas sin armar y corsés en bruto.

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