XV

En los días subsiguientes, Pura saldó algunas cuentas de las que más la agobiaban; trajo á casa diversas prendas de ropa de las más indispensables, y en la mesa restableció el trato de los días felices. La pudorosa Ofelia se pasaba las horas muertas en la cocina, pues insensiblemente iba tomando afición al arte de Vatel, tan distinto ¡María Santísima! del de Rossini, y sentía verdadero goce espiritual en perfeccionarse en él, lanzándose á inventar ó componer algún plato. Cuando había provisiones, ó, si se quiere, asunto artístico, la inspiración se encendía en ella, y trabajaba con ahinco, entonando á media voz por añeja costumbre y con afinación perfecta, algún tiernísimo fragmento, como el moriamo insieme, ah! sí, moriamo...

Todas las noches que las Miaus no iban á la ópera, la sala llenábase de gente. Aliquando, la espléndida doña Pura obsequiaba á los actores con dulces y pastas, lo que hacía creer á la tertulia que Villaamil estaba ya colocado ó al menos con un pie dentro de la oficina. La combinación, sin embargo, no acababa de salir, porque el Ministro, harto de recomendaciones y compromisos, no se resolvía á darle la última mano. Crecía, pues, en la familia la incertidumbre y Villaamil hundíase más y más en su estudiado pesimismo, llegando al extremo de decir: «Antes veremos salir el sol por Occidente que á mí entrar en la oficina».

Desde el segundo día de su llegada, Víctor no se recataba de nadie. Entraba y salía con libertad; pasaba á la sala á las horas de tertulia, pero sin echar raíces en ella, porque tal sociedad le era atrozmente antipática. Desarmada Pura por la generosidad de su hijo político, se compadeció de verle dormir en el duro sofá del comedor, y por fin convinieron las tres Miaus en ponerle en la habitación de Abelarda, previa la traslación de ésta á la de su tía Milagros, que era la de Luisito. La pudorosa Ofelia se fué á dormir á la alcoba de su hermana, en angostísimo catre. Á D. Ramón no le supieron bien estos arreglos, porque lo que él desearía era ver salir á su yerno á cajas destempladas. En la Dirección de Contribuciones, su amigo Pantoja le había dicho que Víctor pretendía el ascenso, y que tenía un expediente cuya resolución podía serlo funesta si algún padrino no arrimaba el hombro. Era cosa de la Administración de Consumos, ó irregularidades descubiertas en la cuenta corriente que Cadalso llevaba con los pueblos de la provincia. Parecía que en la relación de apremios no figuraban algunos pueblos de los más alcanzados, y se creía que Cadalso obraba en connivencia con los alcaldes morosos. También dijeron á Villaamil que el reparto de consumos, propuesto en el último semestre por Víctor, estaba hecho de tal modo que saltaba á la vista el chanchullo y que el jefe no había querido aprobarlo.

De estas cosas no habló Villaamil ni una palabra con su yerno. En la mesa, el primero estaba siempre taciturno y Cadalso muy decidor, sin conseguir interesar vivamente en lo que decía á ninguno de la familia. Con Abelarda echaba largos parlamentos, si por acaso se encontraban solos ó en el acto interesante de acostar á Luis. Gustaba el padre de observar el desarrollo del niño y vigilar su endeble salud, y una de las cosas en que principalmente ponía cuidado era en que le abrigaran bien por las noches y en vestirle con decencia. Mandó que se le hiciera ropa, lo compró una capita muy mona y traje completo azul con medias del mismo color. Cadalsito, que era algo presumido, no podía menos de agradecer á su papá que le pusiera tan majo. Pero en lo tocante a ropa nueva, nada es comparable al lujo que desplegó en su persona el mismo Víctor al poco tiempo de llegar á Madrid. Cada día traíale el sastre una prenda flamante, y no era ciertamente su sastre como el de Villaamil, un artista de poco más ó menos, casi de portal, sino de los más afamados de Madrid. ¡Y que no lucía poco la gallarda figura de Víctor con aquel vestir correcto y airoso, no exento de severidad, que es el punto y filo de la verdadera elegancia, sin cortes ni colores llamativos! Abelarda le observaba con disimulo, solapadamente, admirando y reconociendo en él al mismo hombre excepcional que algunos años antes le sorbió el seso á su desgraciada hermana, y sentía en su alma depósito inmenso de indulgencia hacia el joven tan vivamente denigrado por toda la familia. Aquel depósito parecía pequeño mientras no se veía de él sino la mal explorada superficie; pero luego, cavando, cavando, se veía que era inagotable, quizás infinito, como grande y riquísima cantera. ¡Y qué vetas purpúreas se encontraban en la masa; qué ráfagas brillantes; algo como venas henchidas de sangre ó como el material de las piedras preciosas derretido y consolidado por los siglos en el seno de la tierra! La indulgencia se le subía del corazón al pensamiento en esta forma: «No, no puede ser tan malo como dicen. Es que no le comprenden, no le comprenden».

La idea de no ser comprendido la había expresado Víctor muchas veces, no sólo en aquella temporada, sino en otra más antigua, dos años antes, cuando pasó algunos meses con la familia. ¿Cómo habían de comprender las pobres cursis á un ser de esfera ó casta superior á la de ellas por la figura, los modales, las ideas, las aspiraciones y hasta por los defectos? Abelarda retrocedía con la imaginación á los tiempos pasados, y estudiando sus sentimientos con respecto á Víctor, se reconocía poseedora de ellos aun en vida de la pobre Luisa. Cuando todos en la casa hablaban pestes de él, Abelarda consolaba á su hermana con especiosas defensas del pérfido ó volviendo por pasiva sus faltas. «No tiene Víctor la culpa de que todas las mujeres le quieran», solía decir.

Muerta su hermana, Abelarda siguió admirando en silencio al viudo. Cierto que había dado disgustos y jaquecas sin fin á la difunta; pero ello consistía en la fatalidad de su buena figura. Sin saber cómo, á veces por delicadeza, se veía cogido en lazos amorosos ó en trampas que le tendían las picaras mujeres. Pero tenía buen fondo; con la edad sentaría un poco la cabeza, y sólo necesitaba una mujer de corazón y de temple que le sujetase, combinando el cariño con la severidad. La desdichada Luisa no servía para el caso. ¿Cómo había de practicar este difícil régimen una mujer que por cualquier motivo fútil se echaba á llorar; una mujer que en cierta ocasión cayó con un síncope porque su marido, al entrar en casa, traía el lazo de la corbata hecho de manera muy distinta de como ella se lo hiciera al salir?

En los días de este relato, costábale á la insignificante gran esfuerzo el disimular la turbación que su cuñado producía en ella al dirigirle la palabra. Á veces un gozo íntimo y bullicioso, con inflexiones de travesura, le retozaba en el corazón, como insectillo parásito que anidase en él y tuviera crías; á veces era una pena gravativa que la agobiaba. En toda ocasión sus respuestas eran vacilantes, desentonadas, sin gracia ninguna.

—¿Pero es de veras que te casas con ese pájaro frito de Ponce?—le dijo él una noche, cuando apostaba al pequeño.—Buena boda, hija. ¡Qué envidia te tendrán tus amigas! No á todas les cae esa breva.

—Déjame á mí... tonto, mala persona.

Otra noche, demostrando vivo interés por la familia, Víctor le indicó: «Mira, Abelarda, no esperes que coloquen á tu papá. La combinación está hecha, pero no se publica todavía. No va en ella. Me lo han dicho reservadamente. Ya comprenderás cuánto lo deploro. ¡El pobre señor tan lleno de ilusiones!... porque, aunque él diga que no espera nada, no hace otra cosa el infeliz. Cuando se desengañe recibirá un golpe tremendo. Pero no tengas cuidado; mi ascenso es seguro, tengo mejor arrimo que tu padre, y como he de quedarme en Madrid, no os abandonaré; ten por cierto que no. Os he dado muchos disgustos, y mi conciencia necesita descargarse. Por mucho que haga en beneficio vuestro, no acabaré de quitarme este peso.

—No, no es malo—pensaba Abelarda reconcentrándose en sus cavilaciones.—Y todo eso que dice de que no cree en Dios es música, guasa, por divertirse conmigo y hacerme rabiar. Porque eso sí; echa por aquella boca cosas muy extrañas, que no se le ocurren á nadie. No es malo, no; es travieso, y tiene mucho talento, pero mucho. Sólo que no le sabemos entender.

En lo de no ser entendido insistía Víctor siempre que venía á pelo. «Mira tú, Abelarda, esto que te digo no debiera parecerte á ti una barbaridad, porque tú me comprendes algo; tú no eres vulgo, ó al menos no lo eres del todo, ó vas dejando de serlo».

Á solas se descorazonaba la pobre joven, achicándose con implacable modestia. «Sí, por más que él diga que no, vulgo soy, y ¡qué vulgo Dios mío! De cara... psh; soy insignificante; de cuerpo no digamos; y aunque algo valiera, ¿cómo había de lucir mal vestida, con pingos aprovechados, compuestos y vueltos del revés? Luego soy ignorantísima; no sé nada, no hablo más que tonterías y vaciedades, no tengo salero ninguno. Soy una calabaza con boca, ojos y manos. ¡Qué pánfila soy, Dios mío, y qué sosaina! ¿Para qué nací así?»

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