XLIV

Fuera del portal, y vuelta á los atisbos. «Sale ahora el chico de Cuevas, afanadillo y presuroso. ¿Á dónde irá?... Busca, hijo, busca, que ya te lo pagará doña Pura con una copita de moscatel... Pues la bobalicona de Milagros estará con el alma en un hilo, porque la infeliz me quiere... Es natural; ha vivido conmigo tantos años y ha comido mi pan... Y si vamos á poner cada cosa en su punto, también Pura me quiere... á su modo, sí. Yo también las quise mucho; pero lo que es ahora, las aborrezco á las dos, ¿qué digo á las dos?, á las tres, porque también mi hija me carga... Son tres apuntes que se me han sentado aquí, en la boca del estómago, y cuando pienso en ellas, la sangre parece que se me pone como metal derretido, y la tapa de los sesos se me quiere saltar... ¡Vaya con las tres Miaus!... ¡Bien haya quien os puso tal nombre! No más vivir con locas. ¡Vaya por dónde le dió á mi dichosa hijita! ¡Por enamoriscarse de Víctor!... Porque, ó yo no lo entiendo, ó aquello era amor de lo fino... ¡Qué mujeres, Dios santo! Prendarse de un zascandil porque tiene la cara bonita, sin reparar... Y que él la desprecia, no hay duda... Me alegro... Bien empleado le está. Chúpate las calabazas, imbécil, y vuelve por más, y cásate con Ponce... Francamente, si uno no se suprimiese por salvarse de la miseria, debiera hacerlo por no ver estas cosas».

Como observara luz en el gabinete, se encalabrinó más: «Esta noche, Purita de mis entretelas, no hay teatrito, ¿verdad? Gracias á Dios que está usted con la pierna quebrada. ¡Jorobarse!... Ya la veo á usted arbitrando de dónde sacar el dinero para el luto. Lo mismo me da. Sáquelo usted... de donde quiera. Venda mi piel para un tambor ó mis huesos para botones... ¡Magnífico, admirable, deliciooooso!...»

Al decir esto vió á Mendizábal en la puerta, y éste, por desgracia, le vió también á él. Grandes fueron la alarma y turbación del anciano al notar que el memorialista le observaba con ademán sospechoso. «Ese animal me ha conocido y viene tras de mí», pensó Villaamil deslizándose pegado al muro de las Comendadoras. Antes de volver la esquina, miró, y, en efecto, Mendizábal le seguía paso á paso, como cazador que anda quedito tras la res, procurando no espantarla. En cuanto traspuso el ángulo, Villaamil, recogiéndose la capa, apretó á correr despavorido con cuanta rapidez pudo, creyendo escuchar los pasos del otro y que un enorme brazo se alargaba y le cogía por el cogote. Mal rato pasó el infeliz. La suerte que no había nadie por aquellos barrios, pues si pasa gente, y á Mendizábal se le ocurre gritar ¡á ése!, en aquel mismo punto hubiera acabado la preciosa libertad del buen cesante. Huyó con increíble ligereza, atravesando la plazuela del Limón, pasó por delante del cuartel, temeroso de que la guardia le detuviese, y siguiendo la calle del Conde-Duque, miró hacia atrás, y vió que Mendizábal, aunque le seguía, quedaba bastante lejos. Sin tomar aliento, encaminóse hacia la desierta explanada, y antes que su perseguidor pudiera verle, se ocultó tras un montón de baldosas. Sacando la cabeza con gran precaución y sin sombrero por un hueco de su escondite, vió al hombre-mono desorientado, mirando á derecha é izquierda, y con preferencia á la parte del paseo de Areneros, por donde creyó se había escabullido la caza. «¡Ah! sectario del obscurantismo, ¿querías cogerme? No te mirarás en ese espejo. Sé yo más que tú, monstruo, feo, más feo que el hambre, y más neo que Judas. Ya sabes que siempre he sido liberal, y que antes moriré que soportar el despotismo. Vete al cuerno, grandísimo reaccionario, que lo que es á mí no me encadenas tú... Me futro en tu absolutismo y en tu inquisición. Jeríngate, animal, carca y liberticida, que yo soy libre y liberal y demócrata, y anarquista y petrolero, y hago mi santísima voluntad...»

Aunque perdiera de vista al feo gorilla, no las tenía todas consigo. Conocedor de la fuerza hercúlea de su portero, sabía que si éste le echaba la zarpa, no le soltaría á dos tirones; y para evitar su encuentro, se agachó buscando la sombra y amparo de los sillares ó rimeros de adoquines que de trecho en trecho había. Protegido por la densa obscuridad, volvió á ver al memorialista, que al parecer se retiraba desesperanzado de encontrarle. «Abur, lechuzo, sicario del fanatismo y opresor de los pueblos... ¡Miren qué facha, qué brazos y qué cuerpo! No andas á cuatro pies por milagro de Dios. Joróbate y búscame, y date tono con doña Pura, diciéndole que me viste... Zángano, neo, salvaje, los demonios carguen contigo».

Cuando se creyó seguro, volvió á internarse en las calles, siempre con el recelo de que Mendizábal le iba á los alcances, y no daba un paso sin revolver la vista á un lado y otro. Creía verle salir de todos los portales ó agazapado en todos los rincones obscuros, acechándole para caer encima con salto de mono y coraje de león. Al doblar la esquina del callejón del Cristo para entrar en la calle de Amaniel, ¡pataplúm! cátate á Mendizábal hablando con unas mujeres. Afortunadamente, el memorialista le volvía la espalda y no pudo verle. Pero Villaamil, viéndose cogido, tuvo una inspiración súbita, que fué meterse por la primera puerta que halló á mano. Encontróse dentro de una taberna. Para justificar su brusco ingreso, pasado el primer instante de sobresalto, fuése al mostrador y pidió Cariñena. Mientras le servían observó la concurrencia: dos sargentos, tres paisanos de chaqueta corta y cuatro mozas de malísimo pelaje. «¡Vaya unas chicas guapas y elegantes!—dijo mirándolas, al beber, por encima del vaso.—Véase por dónde me entran ahora ganas de echarles alguna flor... ¡yo que desde que llevé á Pura al altar no he dicho á ninguna mujer por ahí te pudras!... Pero con la libertad parece que me remozo, y que me resucita la juventud... vaya... y me bailan por el cuerpo unas alegrías... ¡Cuidado que pasarse un hombre seis lustros sin acordarse de más mujer que la suya!... ¡Qué cosas!... Vamos, que también me da por beberme otra copa... Treinta años de virtud disculpan que uno eche ahora media docena de canas al aire... (Al tabernero.) Déme usted otra copita... Pues lo que es las mozas me están gustando; y si no fuera por esos gandules que las cortejan, les diría yo algo por donde comprendiesen lo que va de tratar con caballeros á andar entre gansos y soldaduchos... Debiera trabar conversación, al menos para dar tiempo á que desfile Mendizábal... ¡Dios mío, líbrame de esa fiera ultramontana y facciosa!... Nada, que me gustan las niñas; sobre todo aquella que tiene el moño alto y el mantón colorado... También ella me mira, y... Ojo, Ramón, que estas aventuras son peligrosas. Modérate, y para hacer más tiempo, toma una copita más. Paisano, otra...»

La partida salió, y Villaamil, calculando con rápida inspiración, se dijo: «Me meto entre ellos, y si aún está el esperpento ahí, me escabullo mezclado con estos galanes y estas señoras». Así lo hizo, y salió confundido con las mozas, que á él le parecían de ley, y con los militares. Mendizábal no estaba en la calle ya; pero don Ramón no las tenía todas consigo y siguió tras la patulea, pegado á ella lo más posible, reflexionando: «En último caso, si el orangután ese me ataca, es fácil que estos bravos militares salgan á defenderme... Vas bien, Ramón, no temas... La sacrosanta libertad, hija del Cielo, no te la quita ya nadie».

Al llegar cerca de las Capuchinas, vió que la alegre banda desaparecía por la calle de Juan de Dios. Oyó carcajadas de las desenvueltas muchachas, y juramentos y voquibles de los hombres. Mirando con tristeza y envidia el grupo: «¡Oh dichosa edad de la despreocupación y del qué se me da á mí! Dios os la prolongue. Haced todos los disparates que se os ocurran, jóvenes, y pecad todo lo que podáis, y reíos del mundo y sus incumbencias, antes que os llegue la negra y caigáis en la horrible esclavitud del pan de cada día y de la posición social».

Al decir esto, todas sus ideas accesorias é incidentales se desvanecieron, dejando campar sola y dominante la idea constitutiva de su lamentable estado psicológico. «Debe de ser tarde, Ramón. Apresúrate á ponerte punto final. Dios lo dispone». De aquí pasó al recuerdo de Luis, de quien tan cerca estaba, pues el anciano había entrado en la calle de los Reyes. Paróse frente á la casa de Cabrera, y mirando hacia el segundo, soltó en el embozo de su capa estas expresiones: «Luisín, niño mío, tú, lo más puro y lo más noble de la familia, digno hijo de tu madre, á á quien voy á ver pronto, ¿qué tal te encuentras con esos señores? ¿Extrañas la casa? Tranquilízate, que ya te irás acostumbrando á ellos; son buenas personas, tienen mucho arreglo, gastan poco, te criarán bien, harán de ti un hombre. No te pese haber venido. Haz caso de mí que te quiero tanto, y hasta me dan ganas de rezarte, porque tú eres un santo en flor y te han de canonizar... como si lo viera. Por tu boca inocente se me confirmó lo que ya se me había revelado... y yo que aun dudaba, desde que te oí, ya no dudé más. Adiós, chiquillo celestial; tu abuelito te bendice... mejor sería decirte que te pide la bendición, porque eres un santito, y el día que cantes misa, verás, verás qué alegría hay en el Cielo... y en la tierra... Adiós, tengo prisa... Duérmete, y si eres desgraciado y alguien te quita tu libertad, ¿sabes lo que haces? pues te largas de aquí... hay mil maneras... y ya sabes dónde me tienes... Siempre tuyo...»

Esto último lo dijo andando hacia la plaza de San Marcial con reposado continente, como hombre que vuelve á su casa sin prisa, cumplidos los deberes de la jornada. Encontróse de nuevo en los vertederos de la Montaña, en lugares á donde no llega el alumbrado público, y los altibajos del terreno poníanle en peligro de dar con su cuerpo en tierra antes de sazón. Por fin, se detuvo en el corte de un terraplén reciente, en cuyo movedizo talud no se podía aventurar nadie sin hundirse hasta la rodilla, amén del peligro de rodar al fondo invisible. Al detenerse, asaltóle una idea desconsoladora, fruto de aquella costumbre de ponerse en lo peor y hacer cálculos pesimistas. «Ahora que veo cercano el término de mi esclavitud y mi entrada en la Gloria Eterna, la maldita suerte me va á jugar otra mala pasada. Va á resultar (sacando el arma) que este condenado instrumento falla... y me quedo vivo ó á medio morir, que es lo peor que puede pasarme, porque me recogerán y me llevarán otra vez con las condenadas Miaus... ¡Qué desgraciado soy! Y sucederá lo que temo... como si lo viera... Basta que yo desee una cosa, para que suceda la contraria... ¿Quiero suprimirme? Pues la perra suerte lo arreglará de modo que siga viviendo».

Pero el procedimiento lógico que tan buenos resultados le diera en su vida, el sistema aquel de imaginar el reverso del deseo para que el deseo se realizase, le inspiró estos pensamientos: «Me figuraré que voy á errar el jeringado tiro, y como me lo imagine bien, con obstinación sostenida de la mente, el tirito saldrá... ¡Siempre la contraria! Conque á ello... Me imagino que no voy á quedar muerto, y que me llevarán á mi casa... ¡Jesús! Otra vez Pura y Milagros, y mi hija, con sus salidas de pie de banco, y aquella miseria, aquel pordioseo constante... y vuelta al pretender, á importunar á los amigos... Como si lo viera: este cochino revólver no sirve para nada. ¿Me engañó aquel armero indecente de la calle de Alcalá?... Probémoslo, á ver... pero de hecho me quedo vivo... sólo que... por lo que pueda suceder, me encomiendo á Dios y á San Luisito Cadalso, mi adorado santín... y... Nada, nada, este chisme no vale... ¿Apostamos á que falla el tiro? ¡Ay! Antipáticas Miaus, ¡cómo os vais á reir de mí!... Ahora, ahora... ¿á que no sale?

Retumbó el disparo en la soledad de aquel abandonado y tenebroso lugar; Villaamil, dando terrible salto, hincó la cabeza en la movediza tierra, y rodó seco hacia el abismo, sin que el conocimiento le durase más que el tiempo necesario para poder decir: «Pues... sí...»

Madrid, Abril de 1888.

FIN DE LA NOVELA




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