XLIII

—No seáis tontos... con vosotros nadie se mete. ¿Por quién me tomáis? ¿Por algún Ministro sin entrañas, que quita el pan á los padres de familia para darlo á cualquier gandul? Porque vosotros también sois padres de familia y tenéis hijitos que mantener. No os asustéis, y tomad más miguitas... Creed que si mi mujer hubiera sido otra, la de Ventura, por ejemplo, yo no habría llegado á esta situación... La esposa de Ventura, de quien la mía se burla tanto porque dice bacalao de Escuecia, vale más que ella cien veces... Con Pura no hay dinero que alcance; ni la paga de un Director. El maldito suponer, el trapito, las visitas, el teatro, los perendengues y el morro siempre estirado para fingir dignidad de personas encumbradas, nos perdieron... No temáis, tontos; podéis acercaros, aun tengo más migas... En cuanto á Milagros, vosotros convendréis conmigo en que, si es buena y sencilla, no por eso deja de ser una inutilidad como su hermana. ¡Qué bien hizo aquel que se tiró al agua! Pues si no se tira y carga con ella, á estas horas se habría ahogado cien mil veces quedándose vivo, que es lo peor que le puede pasar á un cristiano... Entre las dos hermanitas me han tenido á mí lo mejor de mi vida con un dogal al cuello, aprieta que te apretarás... No dirán que me he portado mal con ellas, pues desde que me casé... Ahora me ocurre que, cuando fuí á pedir al señor Escobios la mano de su hija, el apreciable médico del Cuarto Montado debió arrearme un bofetón que me volviera la cara del revés... ¡Ay, cuánto se lo hubiera agradecido más adelante!... Coman, coman tranquilos, que aquí no estamos para quitarle el pan á la gente... Pues decía que desde que me casé hasta la fecha, he sido víctima de la insubstancialidad y el desgobierno de esas dos tarascas, y no podrán quejarse de que no he sido sumiso y paciente, ni tampoco de que las abandono y las dejo en la miseria, pues no me he determinado á recobrar mi libertad sino al saber que quedan al amparo de Ponce, que es un bendito y les mantendrá el pico, pues para eso le dejó todas sus migas el tío notario. ¡Ay, ínclito Ponce, y qué mochuelo te toca! Ya verás lo que es canela fina. Si no tienes cuidado, pronto te liquidan... te evaporan, te volatilizan, te sorben. Allá se las haya. Yo he cumplido... he cargado mi cruz treinta años; ahora, que la lleve otro... Se necesitan espaldas jóvenes... y el peso es mayúsculo, amigo Ponce. Ya lo verás... Si he de ser franco, te diré que mi hija, sin ser un talento, vale más que su mamá y su tía; tiene algunas ideas de orden y previsión; no es tan amiga de echar plantas... Pero cuidadito con ella, Ponce amigo, porque ó yo no entiendo nada de afectos y afecciones de mujeres, ó á mi Abelarda le gustas tú lo mismo que un dolor de muelas. Nadie me quita de la cabeza que ese peine de Víctor le había sorbido los sesos... Pero cásese en buen hora, y si son felices las señoras Miaus, y aprenden ahora lo que ignoraban en mi tiempo, yo me alegraré mucho y hasta las aplaudiré desde allá: vaya si las aplaudiré.

Con estas meditaciones, harto más largas y difusas de lo que en la narración aparecen, se le fué pasando la tarde á Villaamil. Dos ó tres veces mudó de sitio, destrozando impíamente al pasar alguno de los arbolillos que el Ayuntamiento en aquel erial tiene plantados. «El Municipio—decía—es hijo de la Diputación Provincial y nieto del muy gorrino del Estado, y bien se puede, sin escrúpulo de conciencia, hacer daño á toda la parentela maldita. Tales padres, tales hijos. Si estuviera en mi mano, no dejaría un árbol ni un farol... El que la hace que la pague... y luego la emprendería con los edificios, empezando por el Ministerio del cochino ramo, hasta dejarlo arrasadito, arrasadito... como la palma de la mano. Luego, no me quedaría vivo un ferrocarril, ni un puente, ni un barco de guerra, y hasta los cañones de las fortalezas los haría pedacitos así».

Vagaba por aquellos andurriales, sombrero en mano, recibiendo en el cráneo los rayos del sol, que á la caída de la tarde calentaba desaforadamente el suelo y cuanto en él había. La capa la llevaba suelta, y tuvo intenciones de tirarla, no haciéndolo porque consideró que podía venirle bien á la noche, aunque fuese por breve tiempo. Paróse al borde de un gran talud que hay hacia la Cuesta de Areneros, sobre las nuevas alfarerías de la Moncloa, y mirando al rápido declive, se dijo con la mayor serenidad: «Este sitio me parece bueno, porque iré por aquí abajo, dando vueltas de carnero; y luego, que me busquen... Como no me encuentre algún pastor de cabras... Bonito sitio, y sobre todo, cómodo, digan lo que quieran».

Pero luego no debió parecerle el lugar tan adecuado á su temerario intento, porque siguió adelante, bajó y volvió á subir, inspeccionando el terreno, como si fuera á construir en él una casa. Ni alma viviente había por allí. Los gorriones iban ya en retirada hacia los tejares de abajo ó hacia los árboles de San Bernardino y de la Florida. De repente, le dió al santo varón la vena de sacar un revólver que en el bolsillo llevaba, montarlo y apuntar á los inocentes pájaros, diciéndoles: «Pillos, granujas, que después de haberos comido mi pan pasáis sin darme tan siquiera las buenas tardes, ¿qué diríais si ahora yo os metiera una bala en el cuerpo?... Porque de fijo no se me escapaba uno. ¡Tengo yo tal puntería!... Agradeced que no quiero quedarme sin tiros; pues si tuviera más cápsulas, aquí me las pagabais todas juntas... De veras que siento ganas de acabar con todo lo que vive, en castigo de lo mal que se han portado conmigo la Humanidad, y la Naturaleza, y Dios (con exaltación furiosa)... sí, sí: lo que es portarse, se han portado cochinamente... Todos me han abandonado, y por eso adopto el lema que anoche inventé y que dice literalmente: Muerte... Infamante... Al... Universo...».

Con esta cantata siguió buen trecho alejándose hasta que, ya cerrada la noche, encontróse en los altos de San Bernardino que miran á Vallehermoso, y desdé allí vió la masa informe del caserío de Madrid con su crestería de torres y cúpulas, y el hormigueo de luces entre la negrura de los edificios... Calmada entonces la exaltación homicida y destructora, volvió el pobre hombre á sus estudios topográficos: «Este sitio sí que es de primera... Pero no; me verían los guardas de Consumos que están en esos cajones, y quizás... son tan brutos... me estorbarían lo que quiero y debo hacer... Sigamos hacia el cementerio de la Patriarcal, que por allí no habrá ningún importuno que se meta en lo que no le va ni le viene. Porque yo quiero que vea el mundo una cosa, y es que ya me importa un pepino que se nivelen ó no los presupuestos, y que me río del income tax y de toda la indecente Administración. Esto lo comprenderá la gente cuando recoja mis... restos, que lo mismo me da vayan á parar á un muladar que al propio panteón de los Reyes. Lo que vale es el alma, la cual se remonta volando á eso que llaman... el empíreo, que es por ahí arriba detrás de aquellos astros que relumbran y parecen hacerle á uno guiños llamándole... Pero aun no es hora. Quiero llegarme á ese puerco Madrid y decirle las del barquero á esas indinas Miaus que me han hecho tan infeliz».

El odio á su familia, ya en los últimos días iniciado en su alma, y que en aquél tomaba á ratos los vuelos de frenesí demente ó rabia feroz, estalló formidable, haciéndole crispar los dedos, apretar reciamente la mandíbula, acelerar el paso con el sombrero echado atrás, la capa caída, en la actitud más estrafalaria y siniestra. Era ya noche obscura. Resueltamente se dirigió al Conde-Duque, pasó por delante del cuartel, y al aproximarse á la plaza de las Comendadoras, andaba con paso cauteloso, evitando el ser visto, buscando la sombra y mudando de dirección á cada instante. Después de meterse por la solitaria calle de San Hermenegildo, volvió hacia la plazuela del Limón, rondó la manzana de las Comendadoras, aventurándose por fin á atravesar la calle de Quiñones y á observar los balcones de su casa, no sin cerciorarse antes de que no estaban en el portal Mendizábal y su mujer. Agazapado en la esquina de la plazuela obscura, solitaria y silenciosa, miró repetidas veces hacia su casa, queriendo espiar si alguien entraba ó salía... ¿Irían las Miaus al teatro aquella noche? ¿Vendrían á la tertulia Ponce y los demás amigos? En medio de su trastorno, supo colocarse en la realidad, considerando al fin como seguro é inevitable que, alarmada por la ausencia de su marido, Pura ponía en movimiento á todos los íntimos de la familia para buscarle.

Al amparo de la esquina, como ladrón ó asesino que acecha el descuidado paso del caminante, Villaamil alargaba el pescuezo para vigilar sin que le vieran. Propiamente, su cuerpo estaba en la plazuela de las Comendadoras y su cabeza en la calle de Quiñones; su flácido cuello, dotado de prodigiosa elasticidad, se doblaba sobre el ángulo mismo. «Allá sale el ínclito Ponce de estampía. De seguro han ido á casa de Pantoja, al café, á todos los sitios que acostumbro frecuentar... Ese que llega echando los bofes me parece que es Federico Ruiz. De fijo viene de la prevención ó del juzgado de guardia... Habrá salido á averiguar... ¡Pobrecillos, qué trabajo se toman! Y cuánto gozo yo viéndoles tan afanados, y considerando á las Miaus tan aturdiditas... Fastidiarse; y usted, doña Pura de los infiernos, trague ahora la cicuta; que durante treinta años la he estado tragando yo sin quejarme... ¡Ah!, alguien sale y viene hacia acá... Me parece que es Ponce otra vez. Agazapémonos en este portal... Sí, él es... (viendo al crítico atravesar la plazuela de las Comendadoras). ¿Á dónde irá? Quizás á casa de Cabrera. Trabajo te mando... ¿Habrá bobo igual? No, no me encontraréis; no me atraparéis, no me privaréis de esta santa libertad que ahora gozo, ¡bendita sea!, ni aunque revolváis el mundo entero me daréis caza, estúpidos. ¿Qué se pretende? (amenazando con el puño á un ser invisible), ¿que vuelva yo al poder de Pura y Milagros, para que me amarguen la vida con aquel continuo pedir de dinero, con su desgobierno y su majadería y su presunción? No; ya estoy hasta aquí; se colmó el vaso... Si sigo con ellas me entra un día la locura, y con este revólver... con este revólver (cogiendo el mango del arma dentro del bolsillo y empuñándolo con fuerza) las despacho á todas... Más vale que me despache yo, emancipándome y yéndome con Dios... ¡Ah! Pura, Purita, se acabó el suplicio. Hinca tus garras en otra víctima. Ahí tienes á Ponce con dinero fresco; cébate en él... ahí me las den todas... ¡Cuánto me voy á reir!... Porque esta doña Pura es atroz, querido Ponce, y como se encuentre con barro á mano, se armó la fiesta, y mesa y ropa y todo ha de ser de lo más fino, sin considerar que mañana faltará la condenada libreta... ¡Ay, Dios mío! El último de los artesanos, el triste mendigo de las calles me han causado envidia en esta temporada; así como ahora, desahogado y libre, no me cambio por el rey; no, no me cambio; lo digo con toda el alma».

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