XXIX

¿Zaragoza se rendirá? La muerte al que esto diga.

Zaragoza no se rinde. La reducirán á polvo; de sus históricas casas no quedará ladrillo sobre ladrillo; caerán sus cien templos; su suelo abriráse vomitando llamas, y lanzados al aire los cimientos, caerán las tejas al fondo de los pozos; pero entre los escombros y entre los muertos habrá siempre una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde.

Llegó el momento de la suprema desesperación. Francia ya no combatía, minaba. Era preciso desbaratar el suelo nacional para conquistarlo. Medio Coso era suyo, y España destrozada se retiró á la acera de enfrente. Por las Tenerías, por el arrabal de la izquierda habían alcanzado también ventajas, y sus hornillos no descansaban un instante.

Al fin, ¡parece mentira!, nos acostumbramos á las voladuras, como antes nos habíamos hecho al bombardeo. A lo mejor, se oía un ruido como el de mil truenos retumbando á la vez. ¿Qué ha sido? Nada: la Universidad, la capilla de la Sangre, la casa de Aranda, tal convento ó iglesia que ya no existe. Aquello no era vivir en nuestro pacífico y callado planeta: era tener por morada las regiones del rayo, mundos desordenados donde todo es fragor y desquiciamiento. No había sitio alguno donde estar, porque el suelo ya no era suelo, y bajo cada planta se abría un cráter. Y, sin embargo, aquellos hombres seguían defendiéndose contra la inmensidad abrumadora de un volcán continuo y de una tempestad incesante. A falta de fortalezas, habían servido los conventos; á falta de conventos, los palacios; á falta de palacios, las casas humildes. Todavía había algunas paredes.

Ya no se comía. ¿Para qué, si se esperaba la muerte de un momento á otro? Centenares, miles de hombres perecían en las voladuras, y la epidemia había tomado carácter fulminante. Tenía uno la suerte de salir ileso de entre la lluvia de balas, y luego, al volver una esquina, el horroroso frío y la fiebre, apoderándose súbitamente de la naturaleza, le conducían en poco tiempo á la muerte. Ya no había parientes ni amigos; menos aún: ya los hombres no se conocían unos ó otros; y ennegrecidos los rostros por la tierra, por el humo, por la sangre, desencajados y cadavéricos, al juntarse después del combate, se preguntaban: «¿Quién eres tú? ¿quién es usted?»

Ya las campanas no tocaban á alarma, porque no había campaneros; ya no se oían pregones, porque no se publicaban proclamas; ya no se decía misa, porque faltaban sacerdotes; ya no se cantaba la jota, y las voces iban espirando en las gargantas á medida que iba muriendo gente. De hora en hora el fúnebre silencio conquistaba la ciudad. Sólo hablaba el cañón, y las avanzadas de las dos naciones no se entretenían diciéndose insultos. Más que de rabia, las almas empezaban á llenarse de tristeza, y la ciudad moribunda se batía en silencio para que ni un átomo de fuerza se le perdiera en voces importunas.

La necesidad de la rendición era una idea general; pero nadie la manifestaba, guardándola en el fondo de su conciencia, como se guarda la idea de la culpa que se va á cometer. ¡Rendirse! Esto parecía una imposibilidad, una obra difícil, y perecer era más fácil.

Pasó un día después de la explosión de San Francisco; día horrible que no parece haber existido en las series del tiempo, sino tan sólo en el reino engañoso de la imaginación.

Yo había estado en la calle de las Arcadas poco antes de que la mayor parte de sus casas se hundieran. Corrí después hacia el Coso á cumplir una comisión que se me encargó, y recuerdo que la pesada é infecta atmósfera de la ciudad me ahogaba, de tal modo, que apenas podía andar. Por el camino encontré el mismo niño que algunos días antes ví llorando y solo en el barrio de las Tenerías. También entonces iba solo y llorando, y además el infeliz metía las manos en la boca, como si se comiese los dedos. A pesar de esto, nadie le hacía caso. Yo también pasé con indiferencia por su lado; pero después una vocecilla dijo algo en mi conciencia, volví atrás y me le llevé conmigo, dándole algunos pedazos de pan.

Cumplida mi comisión, corrí á la plazuela de San Felipe, donde después de lo de las Arcadas, estaban los pocos hombres que aún subsistían de mi batallón. Era ya de noche, y aunque en el Coso había gran fuego entre una y otra acera, los míos fueron dejados en reserva para el día siguiente, porque estaban muertos de cansancio.

Al llegar ví un hombre que, envuelto en su capote, paseaba de largo á largo sin hacer caso de nada ni de nadie. Era Agustín Montoria.

—¡Agustín! ¿Eres tú?—le dije acercándome.—¡Qué pálido y demudado estás! ¿Te han herido?

—Déjame—me contestó agriamente:—no quiero compañías importunas.

—¿Estás loco? ¿Qué te pasa?

—Déjame, te digo—añadió repeliéndome con fuerza.—Te digo que quiero estar solo. No quiero ver á nadie.

—Amigo—indiqué comprendiendo que algún terrible pesar perturbaba el alma de mi compañero,—si te ocurre algo desagradable, dímelo y tomaré para mí una parte de tu desgracia.

—¿Pues no lo sabes?

—No sé nada. Ya sabes que me mandaron con veinte hombres á la calle de las Arcadas. Desde ayer, desde la explosión de San Francisco, no nos hemos visto.

—Es verdad—repuso.—Gabriel, he buscado la muerte en esa barricada del Coso, y la muerte no ha querido venir. Innumerables compañeros míos cayeron á mi lado, y no ha habido una bala para mí. Gabriel, amigo mío querido, pon el cañón de una de tus pistolas en mi sien y arráncame la vida. ¿Lo creerás? Hace poco intenté matarme... No sé... parece que vino una mano invisible y me apartó el arma de las sienes. Después, otra mano suave y tibia pasó por mi frente.

—Cálmate, Agustín, y cuéntame lo que tienes.

—¡Lo que tengo¡ ¿Qué hora es?

—Las nueve.

—¡Falta una hora!—exclamó con nervioso estremecimiento.—¡Sesenta minutos! Puede ser que los franceses hayan minado esta plazuela de San Felipe, donde estamos, y tal vez, dentro de un instante, la tierra, saltando bajo nuestros pies, abra una horrible sima en que todos quedemos sepultados; todos: la víctima y los verdugos.

—¿Qué víctima es esa?

—¿No lo sabes? El desgraciado Candiola. Está encerrado en la Torre Nueva.

En la puerta de la Torre Nueva había algunos soldados, y una macilenta luz alumbraba la entrada.

—En efecto—dije,—sé que ese infame viejo fué cogido prisionero con algunos franceses en la huerta de San Diego.

—Su crimen es indudable. A los enemigos enseñó el paso desde Santa Rosa á la casa de los Duendes, de él sólo conocido. Además de que no faltan pruebas, el infeliz esta tarde ha confesado todo con esperanza de salvarse.

—Le han condenado...

—Sí. El consejo de guerra no ha discutido mucho. Candiola será arcabuceado dentro de una hora, por traidor. ¡Allí está! Y aquí me tienes á mí, Gabriel; aquí me tienes á mí, capitán del batallón de las Peñas de San Pedro, ¡malditas charreteras! aquí me tienes con una orden en el bolsillo, en que se manda ejecutar la sentencia á las diez de la noche, en este mismo sitio, aquí en la plazuela de San Felipe, al pie de la torre. ¿Ves, ves la orden? Está firmada por el general Saint-March.

Callé, porque no se me ocurría una sola palabra que decir á mi compañero en aquella terrible ocasión.

—¡Amigo mío, valor!—exclamé al fin.—Es preciso cumplir la orden.

Agustín no me oía. Su actitud era la de un demente, y se apartaba de mí para volver en seguida, balbuciendo palabras de desesperación. Después, mirando á la torre, que majestuosa y esbelta alzábase sobre nuestras cabezas, exclamó con terror:

—Gabriel, ¿no la ves, no ves la torre? ¿No ves que está derecha, Gabriel? La torre se ha puesto derecha. ¿No la ves? ¿Pero no la ves?

Miré á la torre. Como era natural, continuaba inclinada.

—Gabriel—añadió Montoria,—mátame: no quiero vivir. No: yo no le quitaré á ese hombre la vida. Encárgate tú de esta comisión. Yo, si vivo, quiero huir; estoy enfermo; me arrancaré estas charreteras, y se las tiraré á la cara al general Saint-March. No, no me digas que la Torre Nueva sigue inclinada. Pero, hombre, ¿no ves que está derecha? Amigo, tú me engañas; mi corazón está traspasado por un acero candente, rojo, y la sangre chisporrotea. Me muero de dolor.

Yo procuraba consolarle, cuando una figura blanca penetró en la plaza por la calle de Torresecas. Al verla temblé de espanto: era Mariquilla. Agustín no tuvo tiempo de huir, y la desgraciada joven se abrazó á él, exclamando con ardiente emoción:

—Agustín, Agustín. Gracias á Dios que te encuentro aquí. ¡Cuánto te quiero! Cuando me dijeron que eras tú el carcelero de mi padre, me volví loca de alegría, porque tengo la seguridad de que has de salvarle. Esos caribes del Consejo le han condenado á muerte. ¡A muerte! ¡Morir él, que no ha hecho mal á nadie! Pero Dios no quiere que el inocente perezca, y le ha puesto en tus manos para que le dejes escapar.

—Mariquilla, María de mi corazón—dijo Agustín.—Déjame, vete... no te quiero ver... Mañana, mañana hablaremos. Yo también te amo... Estoy loco por tí. Húndase Zaragoza, pero no dejes de quererme. Esperaban que yo matará á tu padre...

—¡Jesús, no digas eso! ¡Tú!

—No, mil veces no; que castiguen otros su traición.

—No, mentira: mi padre no ha sido traidor. ¿Tú también le acusas? Nunca lo creí... Agustín, es de noche. Desata sus manos, quítale los grillos que destrozan sus pies, ponle en libertad. Nadie le puede ver. Huiremos; nos esconderemos aquí cerca, en las ruínas de nuestra casa, allí en la sombra del ciprés, en aquel mismo sitio donde tantas veces hemos visto el pico de la Torre Nueva.

—María... espera un poco...—dijo Montoria con suma agitación.—Eso no puede hacerse así... Hay mucha gente en la plaza. Los soldados están muy irritados contra el preso. Mañana...

—¡Mañana!... ¿Qué has dicho? ¿Te burlas de mí? Ponle al instante en libertad, Agustín. Si no lo haces, creeré que he amado al más vil, al más cobarde y despreciable de los hombres.

—María, Dios nos está oyendo. Dios sabe que te adoro. Por Él juro que no mancharé mis manos con la sangre de ese infeliz: antes romperé mi espada; pero en nombre de Dios te digo también que no puedo poner en libertad á tu padre. María, el cielo se nos ha caído encima.

—Agustín, me estás engañando—dijo la joven con angustiosa perplejidad.—¿Dices que no le pondrás en libertad?

—No, no, no puedo. Si Dios en forma humana viniera á pedirme la libertad del que ha vendido á nuestros heróicos paisanos, entregándoles al cuchillo francés, no podría hacerlo. Es un deber supremo al que no puedo faltar. Las innumerables víctimas inmoladas por la traición, la ciudad rendida, el honor nacional ultrajado, son recuerdos y consideraciones que pesan en mi conciencia de un modo formidable.

—Mi padre no puede haber hecho traición—dijo Mariquilla, pasando súbitamente del dolor á una exaltada y nerviosa cólera.—Son calumnias de sus enemigos. Mienten los que le llaman traidor; y tú, más cruel y más inhumano que todos, mientes también. No, no es posible que yo te haya querido: me causa vergüenza pensarlo. ¿Has dicho que en libertad no le pondrás? ¿Pues para qué existes, de qué sirves tú? ¿Esperas ganar con tu crueldad sanguinaria el favor de esos bárbaros inhumanos que han destruído la ciudad, fingiendo defenderla? ¡Para tí nada vale la vida del inocente, ni la desolación de una huérfana! ¡Miserable y ambicioso egoísta, te aborrezco más de lo que te he querido! ¿Has pensado que podrías presentarte delante de mí con las manos manchadas en la sangre de mi padre? No, él no ha sido traidor. Traidor eres tú y todos los tuyos. ¡Dios mío! ¿No hay un brazo generoso que me ampare; no hay entre tantos hombres uno solo que impida este crimen? ¡Una pobre mujer corre por toda la ciudad buscando un alma caritativa, y no encuentra más que fieras!

—María—dijo Agustín,—me estás despedazando el alma; me pides lo imposible: lo que yo no haré, ni puedo hacer, aunque en pago me ofrezcas la bienaventuranza eterna. Todo lo he sacrificado ya, y contaba con que me aborrecerías. Considera que un hombre se arranca con sus propias manos el corazón y lo arroja al lodo: pues eso he hecho yo. No puedo más.

La ardiente exaltación de María Candiola la llevaba de la ira más intensa á la sensibilidad más patética. Antes mostraba con enérgica fogosidad su cólera, y después se deshacía en lágrimas amargas, expresándose así:

—¡Qué he dicho, y qué locuras has dicho tú! Agustín, tú no puedes negarme lo que te pido. ¡Cuánto te he querido y cuánto te quiero! Desde que te ví por primera vez en nuestra torre, no te has apartado un solo instante de mi pensamiento. Tú has sido para mí el más amable, el más generoso, el más discreto, el más valiente de todos los hombres. Te quise sin saber quién eras: yo ignoraba tu nombre y el de tus padres; pero te habría amado aunque hubieras sido el hijo del verdugo de Zaragoza. Agustín, tú te has olvidado de mí desde que no nos vemos. ¡Soy yo, Mariquilla! Siempre he creído y creo que no me quitarás á mi buen padre, á quien amo tanto como á tí. Él es bueno, no ha hecho mal á nadie; es un pobre anciano... Tiene algunos defectos; pero yo no los veo: yo no veo en él más que virtudes. No he conocido á mi madre, que murió siendo yo muy niña; he vivido retirada del mundo; mi padre me ha criado en la soledad, y en la soledad se ha formado el grande amor que te tengo. Si no te hubiera conocido á tí, todo el mundo me hubiera sido indiferente sin él.

Leí claramente en el semblante de Montoria la indecisión. El miraba con aterrados ojos tan pronto á la muchacha como á los hombres que estaban de centinela en la entrada de la torre, y la hija de Candiola, con admirable instinto, supo aprovechar esta disposición á la debilidad, y echándole los brazos al cuello, añadió:

—Agustín, ponle en libertad. Nos ocultaremos donde nadie pueda descubrirnos. Si te dicen algo, si te acusan de haber faltado al deber, no les hagas caso y vente conmigo. ¡Cuánto te amará mi padre al ver que le salvas la vida! ¡Qué felicidad nos espera, Agustín! ¡Qué bueno eres! Ya lo esperaba yo; y cuando supe que el pobre preso estaba en tu poder, se me figuró que las puertas del cielo se abrían.

Mi amigo dió algunos pasos y retrocedió después. Había bastantes militares y gente armada en la plazuela. De repente se nos apareció delante un hombre con muletas, acompañado de otros paisanos y algunos oficiales de alta graduación.

—¿Qué pasa aquí?—dijo D. José de Montoria.—Me pareció oir chillidos de mujer. Agustín, ¿estás llorando? ¿Qué tienes?

—Señor—gritó Mariquilla con terror volviéndose hacia Montoria.—Usted no se opondrá tampoco á que dejen en libertad á mi padre. ¿No se acuerda usted de mí? Ayer estaba usted herido y yo le curé.

—Es verdad, niña—dijo gravemente Don José.—Estoy muy agradecido. Ahora caigo en que es usted la hija del Sr. Candiola.

—Sí, señor: ayer, cuando le curaba á usted, reconocí en su cara la de aquel hombre que maltrató á mi padre hace muchos días.

—Sí, hija mía: fué un arrebato, un pronto... No lo pude remediar... Tengo la sangre muy viva... Y usted me curó... Así se portan los buenos cristianos. Pagar las injurias con beneficios, y hacer bien á los que nos aborrecen, es lo que manda Dios.

—Señor—exclamó María toda deshecha en lágrimas,—yo perdono á mis enemigos; perdone usted también á los suyos. ¿Por qué no han de poner en libertad á mi padre? El no ha hecho nada.

—Es un poco difícil lo que usted pretende. La traición del Sr. Candiola no puede perdonarse. La tropa está furiosa.

—¡Todo es un error! Si usted quiere interceder... Usted será de los que mandan.

—¿Yo?...—dijo Montoria.—Ese es un asunto que no me incumbe... Pero serénese usted, joven... De veras que parece usted una buena muchacha. Recuerdo el esmero con que me curaba, y me llega al alma tanta bondad. Grande ofensa hice á usted, y de la misma persona á quien ofendí he recibido un bien inmenso, tal vez la vida. De este modo nos enseña Dios con un ejemplo que debemos ser humildes y caritativos, ¡porr...! ¡ya la iba á soltar!... ¡Maldita lengua mía!

—¡Señor, qué bueno es usted!—exclamó la joven.—¡Yo le creía muy malo! usted me ayudará á salvar á mi padre. El tampoco se acuerda del ultraje recibido.

—Oiga usted—le dijo Montoria tomándola por un brazo.—Hace poco pedí perdón al señor D. Jerónimo por aquel vejamen, y lejos de reconciliarse conmigo, me insultó del modo más grosero. El y yo nos casamos, niña. Dígame usted que me perdona lo de los golpes, y mi conciencia se descargará de un gran peso.

—¡Pues no le he de perdonar! ¡Oh señor, qué bueno es usted! Usted manda aquí, sin duda. Pues haga poner en libertad á mi padre.

—Eso no es de mi cuenta. El Sr. Candiola ha cometido un crimen que espanta. Imposible perdonarle, imposible: comprendo la aflicción de usted... De veras lo siento, mayormente al acordarme de su caridad... Ya la protegeré á usted... Veremos.

—Yo no quiero nada para mí—dijo María, ronca ya de tanto gritar.—Yo no quiero sino que pongan en libertad á un infeliz que nada ha hecho. Agustín, ¿no mandas aquí? ¿Qué haces?

—Este joven cumplirá con su deber.

—Este joven—repuso la Candiola con furor,—hará lo que yo le ordene, porque me ama. ¿No es verdad que pondrás en libertad á mi padre? Tú me lo dijiste... Señores, ¿qué buscan ustedes aquí? ¿Piensan impedirlo? Agustín, no les hagas caso y defendámonos.

—¡Qué es esto!—exclamó Montoria con estupefacción.—Agustín, ¿ha dicho esta muchacha que te disponías á faltar á tu deber? ¿La conoces tú?

Dominado por profundo temor, Agustín no contestó nada,

—Sí, le pondrá en libertad—exclamó María con desesperación.—Fuera de aquí, señores. Aquí no tienen ustedes nada que hacer.

—¡Cómo se entiende!—gritó D. José, tomando á su hijo por un brazo.—Si lo que esta muchacha dice fuera cierto; si yo supiera que mi hijo faltaba al honor de ese modo, atropellando la lealtad jurada al principio de autoridad delante de las banderas; si yo supiera que mi hijo hacía burla de las órdenes cuyo cumplimiento se le ha encargado, yo mismo le pasaría una cuerda por los codos, llevándole delante del consejo de guerra para que le dieran su merecido.

—¡Señor, padre mío!—repuso Agustín pálido como la muerte.—Jamás he pensado en faltar á mi deber.

—¿Es éste tu padre?—dijo María.—Agustín, dile que me amas, y quizás tenga compasión de mí.

—Esta joven está loca—afirmó D. José.—Desgraciada niña: su tribulación me llega al alma. Yo me encargo de protegerla en su orfandad... pero serénese usted. Sí, la protegeré, siempre que reforme sus costumbres... Pobrecilla: usted tiene buen corazón... un excelente corazón... pero... sí... me lo han dicho, un poco levantada de cascos... Es lástima que por una perversa educación se pierda una buena alma... Con que ¿será usted buena?... Creo que sí.

—Agustín, ¿cómo permites que me insulten?—exclamó María con inmenso dolor.

—No os insulto—añadió el padre.—Es un consejo. ¡Cómo había yo de insultar á mi bienhechora! Si usted se porta bien, le tendremos gran cariño. Queda usted bajo mi protección, desgraciada huerfanita... ¿Para qué toma en boca á mi hijo? Nada, nada: más juicio, y por ahora basta ya de agitación... El chico tal vez la conozca á usted... Sí, me han dicho que durante el sitio no ha abandonado usted la compañía de los soldados... Es preciso enmendarse: yo me encargo... No puedo olvidar el beneficio recibido; además, conozco que su fondo es bueno... Esa cara no miente: tiene usted una figura celestial. Pero es preciso renunciar á los goces mundanos, refrenar el vicio... pues...

—No—gritó de súbito Agustín, con tan vivo arrebato de ira, que todos temblamos al verle y oirle.—No, no consiento á nadie, ni aun á mi padre, que la injurie delante de mí. Yo la amo, y si antes lo he ocultado, ahora lo digo aquí sin miedo ni vergüenza para que todo el mundo lo sepa. Señor, usted no sabe lo que está diciendo, ni cuánto se aparta de lo verdadero, sin duda porque le han engañado. Máteme usted si le falto al respeto; pero no la infame delante de mí, porque oyendo otra vez lo que he oído, ni la presencia de mi propio padre me reportaría.

Montoria, que no esperaba tal exabrupto, miró con asombro á sus amigos.

—Bien, Agustín—exclamó la Candiola.—No hagas caso de esa gente. Este hombre no es tu padre. Haz lo que te indica tu corazón. ¡Fuera de aquí, señores, fuera de aquí!

—Te engañas, María—replicó el joven.—Yo no he pensado poner en libertad al preso, ni lo pondré; pero al mismo tiempo digo que no seré yo quien disponga su muerte. Oficiales hay en mi batallón que cumplirán la orden. Ya no soy militar: aunque esté delante del enemigo, arrojo mi espada, y corro á presentarme al Capitán General para que disponga de mi suerte.

Diciendo esto, desenvainó, y doblando la hoja sobre la rodilla, rompióla, y después de arrojar los dos pedazos en medio del corrillo, se fué sin decir una palabra más.

—¡Estoy sola! ¡Ya no hay quien me ampare!—exclamó Mariquilla con abatimiento.

—No hagan caso de las barrabasadas de mi hijo—nos dijo Montoria.—Ya le tomaré yo por mi cuenta. Tal vez la muchacha le haya interesado... pues... no tiene nada de particular. Estos eclesiásticos inexpertos suelen ser así... Y usted, señora Doña María, procure serenarse. Ya nos ocuparemos de usted. Yo le prometo que si tiene buena conducta, se le conseguirá que entre en las Arrepentidas... Vamos, llevarla fuera de aquí.

—¡No: no me sacarán de aquí sino á pedazos!—gritó la joven en el colmo de la desolación.—¡Oh! Sr. D. José de Montoria: usted le pidió perdón á mi padre. Si él no le perdonó, yo le perdono mil veces. Pero...

—Yo no puedo hacer lo que usted me pide—replicó el patriota con pena.—El crimen cometido es enorme. Retírese usted... ¡Qué espantoso dolor! ¡Es preciso tener resignación! Dios le perdonará á usted todas sus culpas, pobre huerfanita... Cuente conmigo, y todo lo que yo pueda... La socorreremos, la auxiliaremos... Estoy conmovido, y no sólo por agradecimiento, sino por lástima... Vamos, venga usted conmigo... Son las diez menos cuarto.

—Sr. Montoria—dijo María poniéndose de rodillas delante del patriota y besándole las manos.—Usted tiene influencia en la ciudad, y puede salvar á mi padre. Se ha enfadado usted conmigo, porque Agustín dijo que me quería. No, no le quiero: ya no le miraré más. Aunque soy honrada, él es superior á mí, y no puedo pensar en casarme con él. Señor de Montoria, por el alma de su hijo muerto, hágalo usted. Mi padre es inocente. No, no es posible que haya sido traidor. Aunque el Espíritu Santo me lo dijera, no lo creería. Dicen que no era patriota. Mentira, yo digo que mentira. Dicen que no dió nada para la guerra: pues ahora se dará todo lo que tenemos. En el sótano de casa hay enterrado mucho dinero. Yo le diré á usted dónde está, y pueden llevárselo todo. Dicen que no ha tomado las armas. Yo las tomaré ahora: no temo las balas, no me asusta el ruido del cañón, no me asusto de nada; volaré al sitio de mayor peligro, y allí donde no puedan resistir los hombres me pondré yo sola ante el fuego. Yo sacaré con mis manos la tierra de las minas, y haré agujeros para llenar de pólvora todo el suelo que ocupan los franceses. Dígame usted si hay algún castillo que tomar, ó alguna muralla que defender, porque nada temo, y de todas las personas que aún viven en Zaragoza, yo seré la última que se rinda.

—¡Desgraciada niña!—murmuró el patriota alzándola del suelo.—Vámonos, vámonos de aquí.

—Señor de Araceli—ordenó el jefe de la fuerza, que era uno de los presentes,—puesto que el capitán D. Agustín Montoria no está en su puesto, encárguese usted del mando de la compañía.

—No, asesinos de mi padre—exclamó María, no ya exasperada, sino furiosa como una leona.—No mataréis al inocente. Cobardes, verdugos: los traidores sois vosotros, no él. No podéis vencer á vuestros enemigos, y os gozáis en quitar la vida á un infeliz anciano. Militares, ¿á qué habláis de vuestro honor, si no sabéis lo que es eso? Agustín, ¿dónde estás? Sr. D. José de Montoria, esto que ahora pasa es una ruín venganza, tramada por usted, hombre rencoroso y sin corazón. Mi padre no ha hecho mal á nadie. Ustedes intentaban robarle... Bien hacía él en no querer dar su harina, porque los que se llaman patriotas, son negociantes que especulan con las desgracias de la ciudad... No puedo arrancar á estos crueles una palabra compasiva. Hombres de bronce, bárbaros, mi padre es inocente, y si no lo es, bien hizo en vender la ciudad. Siempre le darían más de lo que ustedes valen... ¿Pero no hay uno, uno tan sólo que se apiade de él y de mí?

—Vamos: retirémosla, señores; llevarla á cuestas. ¡Infeliz joven!—dijo Montoria.—Esto no puede prolongarse. ¿En dónde se ha metido mi hijo?

Se la llevaron, y durante un rato oí desde la plazuela sus gritos desgarradores.

—Buenas noches, señor de Araceli—me dijo Montoria.—Voy á ver si hay un poco de agua y vino que dar á esa pobre huérfana.

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