XXVIII

La posesión de San Francisco iba á decidir la suerte de la ciudad. Aquel vasto edificio, situado en el centro del Coso, daba una superioridad incontestable á la nación que lo ocupase. Los franceses lo cañonearon desde muy temprano, con objeto de abrir brecha para el asalto, y los zaragozanos llevaron á él lo mejor de su fuerza para defenderlo. Como escaseaban ya los soldados, multitud de personas graves, que hasta entonces no sirvieran sino de auxiliares, tomaron las armas. Sas, Cereso, La Casa, Piedrafita, Escobar, Leiva, D. José de Montoria, todos los grandes patriotas habían acudido también.

En la embocadura de la calle de San Gil y en el arco de Cineja, había varios cañones para contener los ímpetus del enemigo. Yo fuí enviado con otros de Extremadura al servicio de aquellas piezas, porque apenas quedaban artilleros, y cuando me despedí de Agustín, que permanecía en San Francisco al frente de la compañía, nos abrazamos creyendo que no volveríamos á vernos.

D. José de Montoria, hallándose en la barricada de la Cruz del Coso, recibió un balazo en la pierna y tuvo que retirarse; pero apoyado en la pared de una casa inmediata al arco de Cineja, resistió por algún tiempo el desmayo que le producía la hemorragia, hasta que al fin, sintiéndose desfallecido, me llamó, diciéndome:

—Señor de Araceli, se me nublan los ojos... No veo nada... ¡Maldita sangre, cómo se marcha á toda prisa, cuando hace más falta! ¿Quiere usted darme la mano?

—Señor—le dije, corriendo hacia él y sosteniéndole,—más vale que se retire usted á su alojamiento.

—No, aquí quiero estar... Pero, señor de Araceli, si me quedo sin sangre... ¿Dónde demonios se ha ido esta condenada sangre...? Y parece que tengo piernas de algodón... Me caigo al suelo como un costal vacío.

Hizo terribles esfuerzos por reanimarse; pero casi llegó á perder el sentido, más que por la gravedad de la herida, por la pérdida de la sangre, el ningún alimento, los insomnios y penas de aquellos días. Aunque él rogaba que le dejáramos allí arrimado á la pared, para no perder ni un solo detalle de la acción que iba á trabarse, le llevamos á su albergue, que estaba en el mismo Coso, esquina á la calle del Refugio. La familia había sido instalada en una habitación alta. La casa estaba toda llena de heridos, y casi obstruían la puerta los muchos cadáveres depositados en aquel sitio. En el angosto portal, en las habitaciones interiores, no se podía dar un paso, porque la gente que había ido allí á morirse lo obstruía todo, y no era fácil distinguir los vivos de los difuntos.

Montoria, cuando le entramos, dijo:

—No me llevéis arriba, muchachos, donde está mi familia. Dejadme en esta pieza baja. Ahí veo un mostrador que me viene de perillas.

Pusímosle donde dijo. La pieza baja era una tienda. Bajo el mostrador habían espirado aquel día algunos heridos y apestados, y muchos enfermos se extendían por el infecto suelo, arrojados sobre piezas de tela.

—A ver—continuó,—si hay por ahí algún alma caritativa que me ponga un poco de estopa en este boquete por donde sale la sangre...

Una mujer se adelantó hacia el herido. Era Mariquilla Candiola.

—Dios os lo premie, niña—dijo D. José, al ver que traía hilas y lienzo para curarle.—Basta por ahora con que me remiende usted un poco esta pierna. Creo que no se ha roto el hueso.

Mientras esto pasaba, unos veinte paisanos invadieron la casa, para hacer fuego desde las ventanas contra las ruínas del Hospital.

—Señor de Araceli, ¿se marcha usted al fuego? Aguarde usted un rato para que me lleve, porque me parece que no puedo andar solo. Mande usted el fuego desde la ventana. Buena puntería. No dejar respirar á los del Hospital... A ver, joven, despache usted pronto. ¿No tiene usted un cuchillo á mano? Sería bueno cortar ese pedazo de carne que cuelga... ¿Cómo va eso, señor de Araceli? ¿Vamos ganando?

—Vamos bien—le respondí desde la ventana.—Ahora retroceden al Hospital. San Francisco es un hueso un poco duro de roer.

María en tanto miraba fijamente á Montoria, y seguía curándole con mucho cuidado y esmero.

—Es usted una alhaja, niña—dijo mi amigo.—Parece que no pone las manos encima de la herida... Pero ¿á qué me mira usted tanto? ¿Tengo monos en la cara? A ver... ¿Está concluído eso?... Trataré de levantarme... Pero si no me puedo tener... ¿Qué agua de malvas es ésta que tengo en las venas? ¡Porr...! iba á decirlo... que no pueda corregir la maldita costumbre... Señor de Araceli, no puedo con mi alma. ¿Cómo anda la cosa?

—Señor, á las mil maravillas. Nuestros valientes paisanos están haciendo prodigios.

En esto llegó un oficial herido á que le pusieran un vendaje.

—Todo marcha á pedir de boca—nos dijo.—No tomarán á San Francisco. Los del Hospital han sido rechazados tres veces. Pero lo portentoso, señores, ha ocurrido por el lado de San Diego. Viendo que los franceses se apoderaban de la huerta pegada á la casa de los Duendes, cargaron sobre ellos á la bayoneta los valientes soldados de Orihuela, mandados por Pino-Hermoso, y no sólo los desalojaron, sino que dieron muerte á muchos, cogiendo trece prisioneros.

—Quiero ir allá. ¡Viva el batallón de Orihuela! ¡Viva el Marqués de Pino-Hermoso!—exclamó con furor sublime D. José de Montoria.—Señor de Araceli, vamos allá. Lléveme usted. ¿Hay por ahí un par de muletas? Señores, las piernas me faltan. Pero andaré con el corazón. Adiós, niña, hermosa curandera... Pero ¿por qué me mira usted tanto?... Me conoce usted, y yo creo haber visto esa cara en alguna parte... sí... pero no recuerdo dónde.

—Yo también le he visto á usted una vez, una vez sola—dijo Mariquilla con aplomo,—y ojalá no me acordara.

—No olvidaré este beneficio—añadió Montoria.—Parece usted una buena muchacha... y muy linda por cierto. Adiós: estoy muy agradecido, sumamente agradecido... Venga un par de muletas, un bastón, que no puedo andar, señor de Araceli. Deme usted el brazo... ¿Qué telarañas son éstas que ante los ojos se me ponen?... Vamos allá, y echaremos á los franceses del Hospital.

Disuadiéndole de su temerario propósito de salir, me disponía á marchar yo solo, cuando se oyó una detonación tan fuerte, que ninguna palabra del lenguaje tiene energía para expresarla. Parecía que la ciudad entera era lanzada al aire por la explosión de un inmenso volcán abierto bajo sus cimientos. Todas las casas temblaron, obscurecióse el cielo con inmensa nube de humo y de polvo, y á lo largo de la calle vimos caer trozos de pared, miembros despedazados, maderos, tejas, lluvias de tierra y material de todas clases.

—¡La Santa Virgen del Pilar nos asista!—exclamó Montoria.—Parece que ha volado el mundo entero.

Los enfermos y heridos gritaban creyendo llegada su última hora, y todos nos encomendamos mentalmente á Dios.

—¿Qué es esto? ¿Existe todavía Zaragoza?—preguntaba uno.

—¿Volamos nosotros también?

—Debe haber sido en el Convento de San Francisco esta terrible explosión,—dije yo.

—Corramos allá—dijo Montoria sacando fuerzas de flaqueza.—Señor de Araceli, ¿no decían que estaban tomadas todas las precauciones para defender á San Francisco?... ¡Pero no hay un par de muletas por ahí!

Salimos al Coso, donde al punto nos cercioramos de que una gran parte de San Francisco había sido volada.

—Mi hijo estaba en el Convento—dijo Montoria pálido como un difunto.—¡Dios mío, si has determinado que lo pierda también, que muera por la patria en el puesto del honor!

Acercóse á nosotros el locuaz mendigo de quien hice mención en las primeras páginas de esta relación, el cual trabajosamente andaba con sus muletas, y parecía en muy mal estado de salud.

Sursum Corda—le dijo el patriota,—dame tus muletas que para nada las necesitas.

—Déjeme su merced—repuso el cojo,—llegar á aquel portal y se las daré. No quiero morirme en medio de la calle.

—¿Te mueres tú?

—¡Así parece! La calentura me abrasa. Estoy herido en el hombro desde ayer, y todavía no me han sacado la bala. Siento que me voy. Tome usía las muletas.

—¿Vienes de San Francisco?

—No, señor: yo estaba en el arco del Trenque... allí había un cañón: hemos hecho mucho fuego. Pero San Francisco ha volado por los aires cuando menos lo creíamos. Toda la parte de Sur y de Poniente vino al suelo, enterrando mucha gente. Ha sido traición, según dice el pueblo... Adiós, D. José... aquí me quedo... los ojos se me obscurecen, la lengua se me traba, yo me voy... la Virgen del Pilar me ampare, y aquí tiene usía mis remos.

Con ellos pudo avanzar un poco Montoria hacia el lugar de la catástrofe; pero tuvimos que doblar la calle de San Gil, porque no se podía seguir más adelante. Los franceses habían cesado de hostilizar el Convento por el lado del Hospital; pero asaltándolo por San Diego, ocupaban á toda prisa las ruínas, que nadie podía disputarles. Conservábase en pie la iglesia y torre de San Francisco.

—¡Eh, Padre Luengo!—dijo Montoria llamando al fraile de este nombre, que entraba apresuradamente en la calle de San Gil.—¿Qué hay? ¿Dónde está el Capitán General? ¿Ha perecido entre las ruínas?

—No—repuso el Padre deteniéndose.—Está con otros jefes en la plazuela de San Felipe. Puedo anunciarle á usted que su hijo Agustín se ha salvado, porque era de los que ocupaban la torre.

—¡Bendito sea Dios!—dijo D. José cruzando las manos.

—Toda la parte de Sur y Poniente ha sido destruída—prosiguió Luengo.—No se sabe cómo han podido minar por aquel sitio. Debieron poner los hornillos debajo de la sala del Capítulo, y por allí no se habían hecho minas, creyendo que era lugar seguro.

—Además—dijo un paisano armado y que se acercó al grupo,—teníamos la casa inmediata, y los franceses, posesionados sólo de parte de San Diego y de Santa Rosa, no podían acercarse allí con facilidad.

—Por eso se cree—indicó un clérigo armado que se nos agregó,—que han encontrado un paso secreto entre Santa Rosa y la casa de los Duendes. Apoderados de los sótanos de ésta, con una pequeña galería, pudieron llegar hasta los subterráneos de la sala del Capítulo.

—Ya se sabe todo—dijo un capitán del ejército.—La casa de los Duendes tiene un gran sótano que nos era desconocido. Desde este sótano partía, sin duda, una comunicación con Santa Rosa, á cuyo Convento perteneció antiguamente dicho edificio, y servía de granero y almacén.

—Pues si eso es cierto; si esa comunicación existe—añadió Luengo,—ya comprendo quién se la ha descubierto á los franceses. Ya saben ustedes que cuando los enemigos fueron rechazados en la huerta de San Diego, se hicieron algunos prisioneros. Entre ellos está el tío Candiola, que varias veces ha visitado estos días el campo francés, y desde anoche se pasó al enemigo.

—Así tiene que ser—afirmó Montoria,—porque la casa de los Duendes pertenece á Candiola. Harto sabía el condenado judío los pasos y escondrijos de aquel edificio. Señores, vamos á ver al Capitán General. ¿Se cree que aún podrá defenderse el Coso?

—¿Pues no se ha de defender?—dijo el militar.—Lo que ha pasado es una friolera: algunos muertos más. Aún se intentará reconquistar la iglesia de San Francisco.

Todos mirábamos á aquel hombre que tan serenamente hablaba de lo imposible. La concisa sublimidad de su empeño parecía una burla, y, sin embargo, en aquella epopeya de lo increíble, semejantes burlas solían parar en realidad.

Los que no den crédito á mis palabras, abran la Historia y verán que unas cuantas docenas de hombres extenuados, hambrientos, descalzos, medio desnudos, algunos de ellos heridos, se sostuvieron todo el día en la torre; mas no contentos con esto, extendiéronse por el techo de la iglesia, y abriendo aquí y allí innumerables claraboyas, sin atender al fuego que se les hacía desde el Hospital, empezaron á arrojar granadas de mano contra los franceses, obligándoles á abandonar el templo al caer de la tarde. Toda la noche pasó en tentativas del enemigo para reconquistarlo; pero no pudieron conseguirlo hasta el día siguiente, cuando los tiradores del tejado se retiraron, pasando á la casa de Sástago.

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