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Desde entonces empezaron ya los negocios del Egipcio a ir en bonanza y a ofrecer seguridad; por lo que, mostrándose aficionado y reconocido a Agesilao, le rogaba que aguardase todavía y pasase con él el invierno; pero Agesilao se propuso marchar a la guerra en que se veía la patria, sabedor de que ésta se hallaba sin recursos y tenía a su sueldo tropas extranjeras. Despidióle, pues, aquel con el mayor aprecio y agasajo, haciéndole las mayores honras y magníficos presentes y dándole para la guerra doscientos treinta talentos. Más levantóse una recia tempestad, por la que volvió a tierra con sus naves, y arrojado a un punto desierto del África, al que llaman el puerto de Menelao, allí falleció, habiendo vivido ochenta y cuatro años y reinado en Esparta cuarenta y uno, de los cuales por más de treinta fue tenido por el varón mayor y más poderoso de la Grecia, y casi reputado general y rey de toda ella hasta la batalla de Leuctras. Era costumbre de los Espartanos que cuando los particulares morían en tierra extraña quedaran y se enterraran allí sus cadáveres, y que los de los reyes fuesen llevados a Lacedemonia; así, los Espartanos que se hallaron presentes barnizaron con cera el de Agesilao, a falta de miel, y lo condujeron a Esparta. El trono lo ocupó su hijo Arquidamo, y permaneció en su descendencia, hasta Agis, a quien por tratar de restablecer el antiguo gobierno dio muerte Leónidas, siendo este Agis el quinto después de Agesilao.

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