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Siendo todavía muy jovencito, militando a las órdenes de su padre, que hacía la guerra a Cina, tuvo a un tal Lucio Terencio por amigo y camarada. Sobornado éste con dinero por Cina, se comprometió a dar por sí muerte a Pompeyo y a hacer que otros pegasen fuego a la tienda del general. Denunciada esta maquinación a Pompeyo hallándose a la mesa, no mostró la menor alteración, sino que continuó bebiendo alegremente y haciendo agasajos a Terencio; pero al tiempo de irse a recoger pudo, sin que éste lo sintiera, escabullirse de la tienda, y poniendo guardia al padre se entregó al descanso. Terencio, cuando creyó ser la hora, se levantó y, tomando la espada, se acercó a la cama de Pompeyo, pensando que reposaba en ella, y descargó muchas cuchilladas sobre la ropa. De resultas hubo, en odio del general, grande alboroto en el campamento y conatos de deserción en los soldados, que empezaron a recoger las tiendas y tomar las armas. El general se sobrecogió con aquel tumulto y no se atrevió a salir; pero Pompeyo, puesto en medio de los soldados, les rogaba con lágrimas; y por último, tendiéndose boca abajo delante de la puerta del campamento, les servía de estorbo, lamentándose y diciendo que le pisaran los que quisieran salir, con lo que se iban retirando de vergüenza; y por este medio se logró el arrepentimiento de todos y su sumisión al general, a excepción de unos ochocientos.

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