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Decretados que le fueron el segundo triunfo y el consulado, no era por esto por lo que parecía extraordinario y digno de admiración, sino que se tomaba por prueba de su superior poderío el que Craso, varón el más rico de cuantos entonces estaban en el gobierno, el más elegante en el decir y el de mayor opinión, que miraba con desdén a Pompeyo y a todos los demás, no se atrevió a pedir el consulado sin valerse de la intercesión de Pompeyo, cosa en que éste tuvo el mayor placer, porque hacía tiempo deseaba hacerle algún servicio u obsequio; así es que se encargó de ello con ardor, y habló al pueblo, manifestándole que no sería menor su gratitud por el colega que por la misma dignidad. Sin embargo, nombrados cónsules, en todo estuvieron discordes y se con- tradijeron el uno al otro. En el Senado tenía mayor influjo Craso, pero con la plebe era mayor el poder de Pompeyo, porque le restituyó el tribunado, y no hizo alto en que por ley se volviesen entonces los juicios a los del orden ecuestre: pero el espectáculo más grato que dio a los Romanos fue el de sí mismo cuando pidió la licencia del servicio militar. Es costumbre entre los Romanos, en cuanto a los del orden ecuestre que han servido el tiempo establecido por ley, que lleven a la plaza su caballo a presentarlo a los dos ciudadanos que llaman censores, y que haciendo la enumeración de los pretores o emperadores a cuyas órdenes han militado, y dando las cuentas de sus mandos, se les dé el retiro, y allí se distribuye el honor o la ignominia que corresponde a la conducta de cada uno. Ocupaban entonces el tribunal en toda ceremonia los censores Gelio y Léntulo para pasar revista a los caballeros. Vióse desde lejos a Pompeyo que venía a la plaza con el séquito e insignias que correspondían a su dignidad, pero trayendo él mismo del diestro su caballo. Luego que estuvo cerca y a la vista de los censores, dio orden a los lictores de que hicieran paso, y condujo el caballo ante el tribunal. Estaba todo el pueblo admirado y en silencio, y los mismos censores sintieron con su vista un gran placer mezclado de vergüenza. Después, el más anciano le dijo: “Te pregunto ¡oh Pompeyo Magno! si has hecho todas las campañas según la ley”. Y Pompeyo en alta voz: “Todas- le respondió-, y todas las he hecho a las órdenes de mí mismo como emperador”. Al oír esto el pueblo levantó gran gritería, y ya no fue posible contener por el gozo aquella algazara, sino que le- vantándose los censores le acompañaron a su casa, complaciendo en esto a los ciudadanos, que seguían y aplaudían.

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