El rey de la Arabia Pétrea, al principio, no había hecho ningún caso de las cosas de los Romanos; pero lleno entonces de miedo, escribió que estaba dispuesto a obedecer y ejecutar cuanto se le mandase; y queriendo Pompeyo confirmarle en este propósito, emprendió para ir a la Pétrea una expedición, que no dejó de ser vituperada, porque la graduaban de repugnancia en perseguir a Mitridates, y creían lo más conveniente volver las armas contra este rival antiguo, que, según se decía, había vuelto a recobrarse y a equipar un ejército, con el que se proponía encaminarse por la Escitia y la Peonia a Italia; pero aquel, que tenía por más fácil derrotar sus fuerzas en la batalla que echarle mano en la fuga, no quería consumirse en balde persiguiéndole, y, por lo tanto, usó de estas distracciones en aquella guerra y anduvo gastando el tiempo. Mas la fortuna le sacó de este apuro, porque cuando ya le faltaba poco tiempo para llegar a la Pétrea, al tiempo que en aquel día iba a sentar los reales y hacía ejercicio a caballo alrededor de su campamento, llegaron correos del Ponto con buenas nuevas, lo que se conoció al punto en que traían los hierros de las lanzas coronados de laurel, y al verlos acudieron corriendo los soldados donde estaba Pompeyo. Quería éste concluir el ejercicio; pero como empezasen a gritar y clamar, se apeó del caballo, y tomando las cartas continuaba andando a pie. No había tribuna, ni había habido tiempo para levantar la que forman los soldados cortando gruesos céspedes y amontonándolos unos sobre otros; mas entonces, con la prisa y el deseo, echaron mano de los aparejos de los bagajes, y así la alzaron. Subió en ella y les anunció la muerte de Mitridates, el que por habérsele rebelado su hijo Farnaces se había quitado a sí mismo la vida, y que Farnaces había sucedido en todos sus bienes y estados, y escribía haberlo así ejecutado en bien suyo y de los Romanos.