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En consecuencia de esto mudaron los vestidos como en un duelo, y Marcelo, marchando desde la plaza a verse con Pompeyo, adonde le siguió el Senado, puesto ante aquel: “Te mando- le dijo- ¡oh Pompeyo! que defiendas la patria, empleando las tropas que se hallan reunidas y levantando otras.” Y lo mismo le dijo Léntulo, otro de los cónsules designados para el año siguiente. Empezó Pompeyo a entender en esta última operación; pero unos no obedecían, algunos pocos se reunieron lentamente y de mala gana, y los más clamaban por la disolución del ejército, por haber leído Antonio ante el pueblo, contra la voluntad del Senado, una carta de César que contenía una especie de apelación obse- quiosa a la muchedumbre. Proponía en ella que, dimitiendo ambos sus provincias y licenciando las tropas, quedaran a disposición de la república, dando razón de su administración; pero Léntulo, ya cónsul, no reunía el Senado, y Cicerón, que acababa de llegar de la Cilicia, trató de una transacción, por la cual César, saliendo de la Galia y dejando todas las demás tropas, esperaría en el Ilirio con dos legiones el consulado. Como todavía lo repugnase Pompeyo, aun se recabó de los amigos de César que no fuese más que una legión; pero opúsose Léntulo, y gritando Catón que Pompeyo lo erraba y se dejaba otra vez engañar, la transacción no tuvo efecto.

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