Aconsejaba Catón que se nombrara a Pompeyo generalísimo con la más plena autoridad, añadiendo que el que había causado grandes males solía ser el más propio para remediarlos, y al punto partió para Sicilia, que era la provincia que le había tocado, marchando también los demás a las que les había cabido en suerte. Como se hubiese sublevado toda la Italia, era grande la perplejidad acerca de lo que debía hacerse, porque los que andaban fugitivos por diferentes partes se vinieron a Roma; y los habitantes de ésta la abandonaron, a causa de que en semejante tormenta y turbación lo que po- día ser útil carecía de fuerza, y sólo prevalecía la indocilidad y desobediencia a los que mandaban; pues no había modo de calmar el miedo, ni dejaban a Pompeyo que pensase por sí solo lo conveniente, sino que cada uno trataba de inspirarle la pasión que a él le dominaba, de miedo, de pesar o de agitación. Así, en un mismo día dominaban resoluciones contrarias, y no le era posible saber nada de cierto de los enemigos, porque cada uno venía a anunciarle lo que casualmente ola, y se incomodaba si no le daban crédito. Decretó, pues, que se estaba en sedición, y mandó que le siguiesen todos los que pertenecían al partido del Senado, con la amenaza de que serían tenidos por Cesarianos los que se quedasen, y ya a la caída de la tarde salió de la ciudad. Los cónsules, sin haber hecho los sacrificios solemnes que preceden a la guerra, huyeron, y aun en medio de tan infaustas circunstancias era Pompeyo, en cuanto al amor del pueblo hacia él, un hombre feliz; pues con haber muchos que abominaban aquella guerra, ninguno miraba con odio al general, y en mayor número eran los que seguían por no poder resolverse a abandonar a Pompeyo que los que huían con él por amor a la libertad.