De allí a pocos días llegó César a Roma, y apoderándose a fuerza de ella trató a todos con apacibilidad y mansedumbre; sólo al tribuno de la plebe Metelo, que se oponía a que tomara fondos del erario público, le amenazó de muerte, añadiendo a la amenaza otra expresión más dura todavía, pues le dijo que a él el costaría más el decirlo que el hacerlo. Habiendo retirado de este modo a Metelo, y tomado lo que le pareció necesitar, se puso a perseguir a Pompeyo, apresurándose a arrojarlo de Italia antes que le llegaran las tropas de España. Ocupó éste a Brindis, y teniendo a su disposición copia de naves hizo embarcar inmediatamente a los cónsules, y con ellos treinta cohortes, para mandarlos con anticipación a Dirraquia, y a su suegro Escipión y a Gneo, su hijo, los envió a la Siria para disponer otra escuadra. Por lo que hace al mismo Pompeyo, aseguró las puertas; colocó en las murallas las tropas ligeras; mandó a los habitantes de Brindis que no se movieran de sus casas; de la parte de adentro abrió fosos por toda la ciudad, y a la entrada de las calles puso en ellas estacas con punta, a excepción de dos solas, por las que tenía bajada al mar. Al tercer día había ya embarcado con calma todas las tropas, y, dando repentinamente la señal a los que estaban en la muralla, se le incorporaron sin dilación y se entregó al mar. César, luego que vio desamparada la muralla, conoció que se retiraban, y, puesto a perseguirlos, estuvo en muy poco que no cayese en las celadas; pero habiéndoselo advertido los habitantes de Brindis, se guardó de entrar en la ciudad, y, dando la vuelta, halló que todos se habían dado a la vela, a excepción de dos barcos que no contenían más que unos cuantos soldados.