Sin embargo de ver determinado a Pompeyo, desasosegados e inquietos, le obligaron luego que llegaron a la llanura de Farsalia a tener un consejo, en el cual Labieno, general de la caballería, levantándose el primero, juró que no se retiraría de la batalla sin haber puesto en huída a los enemigos, y lo mismo juraron todos. En aquella noche le pareció a Pompeyo entre sueños que al entrar él en el teatro aplaudió el pueblo, y él después adornó con muchos despojos el templo de Venus Nicéfora. Esta visión en parte le alentaba y en parte le causaba inquietud, no fuera que por ocasión de él resultara gloria y esplendor al linaje de César, que subía hasta Venus. Suscitáronse además en el campamento ciertos terrores pánicos que le hicieron levantar. A la vigilia de la mañana resplandeció sobre el campamento de César, donde todo estaba en quietud, una gran llama, en la que se encendió una antorcha, que fue a parar al campamento de Pompeyo, y se dice que César vio este portento a tiempo que recorría las guardias. Por la mañana muy temprano, antes de disiparse las tinieblas, disponía hacer marchar de allí su ejército, y, cuando ya los soldados recogían las tiendas y enviaban delante los bagajes y los asistentes, vinieron las escuchas anunciando observarse en el campamento del enemigo que se andaba con armas de una parte a otra y aquel movimiento y ruido que causan hombres que salen a dar batalla, y después de éstos llegaron otros diciendo que los primeros soldados estaban ya formados. César, al oír esto, diciendo haber llegado el deseado día en que iban a pelear con hombres y no con el hambre y la miseria, mandó que al punto se colocara delante de su pabellón la túnica de púrpura, porque ésta es entre los Romanos la señal de batalla. Los soldados, al verla, dejando las tiendas, con algazara y regocijo corrieron a las armas, y los tribunos, formándolos como en un coro en el orden que convenía, pusieron a cada uno en su propio lugar, sin arrebato ni confusión.