Rechazados éstos, cuando Pompeyo vio la polvareda y conjeturó lo sucedido a la caballería, es imposible decir cómo se quedó, ni cuál fue su pensamiento; antes, semejante a un hombre fuera de si y enteramente alelado, sin acordarse de que era Pompeyo Magno, y sin hablar una palabra, paso entre paso se encaminó al campamento en términos de venirle muy acomodados estos versos: Zeus, en Ayante, desde su alto asiento, tal terror infundió, que helado, absorto, echó a la espalda, el reforzado escudo y atrás volvió mirando a todas partes. Entrando de la misma manera en su tienda, se sentó taciturno, hasta que llegaron muchos persiguiendo a los que huían; porque entonces, prorrumpiendo en sola esta expresión: “¿Conque hasta mi campamento?” y sin decir ninguna otra cosa, tomó las ropas que a su presente fortuna convenían y salió de él. Huyeron asimismo las demás legiones, y fue grande en el campamento la mortandad de los que custodiaban los equipajes y de los asistentes; de los soldados dice Asinio Polión, que se halló con César en la batalla, que sólo murieron unos seis mil. Tomaron el campamento y entonces vieron la locura y vanidad de los enemigos, porque las tiendas estaban coronadas de arrayán, tapizadas de flores y con mesas llenas de vasos preciosos; veíanse tazas rebosando de vino, y todo el adorno y aparato eran más bien de hombres que hacían sacrificios y celebraban fiestas que de soldados armados para la batalla. Pervertidos hasta este punto en sus esperanzas y llenos de una vana confianza, salieron al combate.