Navegando de esta manera a Anfípolis, pasó desde allí a Mitilena con el objeto de recoger a Cornelia y a su hijo. Luego que tocó en la orilla de la isla mandó a la ciudad un mensajero, no cual Cornelia esperaba, según las noticias que lisonjeramente le habían anticipado y se le habían escrito, dándole a entender que, terminada la guerra en Dirraquio, no le quedaba a Pompeyo otra cosa que hacer que perseguir a César. Entretenida con estas esperanzas, la sorprendió el mensajero, que ni siquiera tuvo fuerzas para saludarla, sino que dándole a entender con sus lágrimas, más que con palabras, lo grande y excesivo de aquella calamidad, le dijo que se apresurase si quería ver a Pompeyo con una sola nave, y esa, ajena. Al oírlo cayó en tierra, y permaneció largo rato fuera de sí sin sentido; costó mucho que volviese, y cuando estuvo en su acuerdo, hecha cargo de que el tiempo no era de lamentos y de lágrimas, corrió por la ciudad al mar. Salióla a recibir Pompeyo, y habiendo tenido que recogerla en sus brazos acongojada y a punto de desmayarse: “Veoexclamó- ¡oh Pompeyo! en ti, no la obra de tu fortuna, sino de la mía, al mirar arrojado en un miserable barco al que antes de casarse con Cornelia había surcado este mismo mar con quinientas naves. ¿Por qué has venido a verme, y no has abandonado a su infeliz suerte a la que te ha traído semejante desventura? ¡Cuán dichosa hubiera sido yo habiendo muerto antes de recibir la noticia de haber perecido a manos de los Partos Publio, mi primer marido! ¡Y cuán cuerda y avisada si por seguirle me hubiera, como lo intenté, quitado la vida! Quedé con ella para venir ahora a ser la ruina de Pompeyo Magno.”