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Tenía veinte años cuando se encargó del reino, combatido por todas partes de la envidia y de terribles odios y peligros, porque los bárbaros de las naciones vecinas no podían sufrir la esclavitud y suspiraban por sus antiguos reyes; y en cuanto a la Grecia, aunque Filipo la había sojuzgado por las armas, apenas había tenido tiempo para domarla y amansarla; pues no habiendo hecho más que variar y alterar sus cosas, las había dejado en gran inquietud y desorden por la novedad y falta de costumbre. Temían los Macedonios este estado de los negocios, y eran de opinión de que respecto de la Grecia debía levantarse enteramente la mano, sin tomar el menor empeño, y de que a los bárbaros que se habían rebelado se les atrajese con blandura, aplicando remedio a los principios de aquel trastorno; pero Alejandro, pensando de un modo enteramente opuesto, se decidió a adquirir la seguridad y la salud con la osadía y la entereza, pues que si se viese que decaía de ánimo en lo más mínimo todos vendrían a cargar sobre él. Por tanto, a las rebeliones y guerras de los bárbaros les puso prontamente término, corriendo con su ejército hasta el Istro, y en una gran batalla venció a Sirmo, rey de los Tribalos. Como hubiese sabido que se habían sublevado los Tebanos y que estaban de acuerdo con los Atenienses, queriendo acreditarse de hombre, al punto marchó, con sus fuerzas por las Termópilas, diciendo que pues Demóstenes le había llamado niño mientras estuvo entre los Ilirios y Tribalos, y muchacho después en Tesalia, quería hacerle ver ante los muros de Atenas que ya era hombre. Situado, pues, delante de Tebas dándoles tiempo para arrepentirse de lo pasado, reclamó a Fénix y Prótites, y mandó echar pregón ofreciendo impunidad a los que mudaran de propósito; pero reclamando de él a su vez los Tebanos a Filotas y Antípatro, y echando el pregón de que los que quisieran la libertad de la Grecia se unieran con ellos, dispuso sus Macedonios a la guerra. Pelearon los Tebanos con un valor y un arrojo superiores a sus fuerzas, pues venían a ser uno para muchos enemigos; pero habiendo desamparado la ciudadela llamada Cadmea las tropas macedonias que la guarnecían, cayeron sobre ellos por la espalda, y, envueltos, perecieron los más en este último punto de la batalla. Tomó la ciudad, la entregó al saqueo y la asoló, principalmente por esperar que, asombrados e intimidados los Griegos con semejante calamidad, no volvieran a rebullirse; pero también quiso dar a entender que en esto se había prestado a las quejas de los aliados: porque los Focenses y Plateenses acusaban a los Tebanos. Hizo, pues, salir a los sacerdotes, a todos los huéspedes de los Macedoníos, a los descendientes de Píndaro y a los que se habían opuesto a los que decretaron la sublevación: a todos los demás los puso en venta, que fueron como unos treinta mil hombres, siendo más de seis mil los que murieron en el combate.

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