Habiéndosele presentado una cajita que pareció la cosa más preciosa y rara de todas a los que recibían las joyas y demás equipajes de Darío, preguntó a sus amigos qué sería lo más preciado y curioso que podría guardarse en ella. Respondieron unos una cosa y otros otra, y él dijo que en aquella caja iba a colocar y tener defendida La Ilíada, de lo que dan testimonio muchos escritores fidedignos. Y si es verdad lo que dicen los de Alejandría sobre la fe de Heraclides, no le fue Homero un consejero ocioso e inútil en sus expediciones. pues refieren que, apoderado del Egipto, quiso edificar en él una ciudad griega, capaz y populosa, a la que impusiera su nombre, y que ya casi tenía medido y circunvalado el sitio, según la idea de los arquitectos, cuando, quedándose dormido a la noche siguiente, tuvo una visión maravillosa: parecióle que un varón de cabello cano y venerable aspecto, puesto a su lado, le recitó estos versos: En el undoso y resonante Ponto hay una isla, a Egipto contrapuesta, de Faro con el nombre distinguida. Levantándose, pues, marchó al punto a Faro, que entonces era isla, situada un poco más arriba de la boca del Nilo llamada Canóbica, y ahora por la calzada está unida al continente. Cuando vio aquel lugar tan ventajosamente situado -porque es una faja que a manera de istmo, con un terreno llano, separa ligeramente, de una parte, el gran lago, y de otra, el mar que remata en el anchuroso puerto, no pudo menos de exclamar que Homero, tan admirable en todo lo demás, era al propio tiempo un habilísimo arquitecto, y mandó que le diseñaran la forma de la ciudad acomodada al sitio. Carecían de tierra blanca; pero con harina, en el terreno, que era negro, describieron un seno, cuya circunferencia, en forma de manto guarnecido, comprendieron dentro de dos curvas que corrían con igualdad, apoyadas en una base recta. Cuando el rey estaba sumamente complacido con este diseño, aves en inmenso número y de toda especie acudieron repentinamente a aquel sitio a manera de nube y no dejaron ni señal siquiera de la harina; de manera que Alejandro concibió pesadumbre con este agüero; pero los adivinos le calmaron diciéndole que la ciudad que trataba de fundar abundaría de todo y daría el sustento a hombres de diferentes naciones; con lo que dio orden a sus encargados para que pusieran mano a la obra, y él emprendió viaje al templo de Amón. Era este viaje largo, y además de serle inseparables otras muchas incomodidades ofrecía dos peligros: el uno, de la falta de agua en un terreno desierto de muchas jornadas, y el otro, de que estando de camino soplara un recio ábrego en unos arenales profundos e interminables, como se dice haber sucedido antes con el ejército de Cambises, pues levantando un gran montón de arena, y formando remolinos, fueron envueltos y perecieron cincuenta mil hombres. Todos discurrían de esta manera; pero era muy difícil apartar a Alejandro de lo que una vez emprendía, porque favoreciendo la fortuna sus conatos le afirmaba en su propósito, y su grandeza de ánimo llevaba su obstinación nunca vencida a toda especie de negocios, atropellando en cierta manera no sólo con los enemigos, sino con los lugares y aun con los temporales.