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El amor y afición con que le miraban sus soldados llegó a tal extremo, que los que en otros ejércitos en nada se distinguían se hacían invictos e insuperables en todo peligro por la gloria de César. Tal fue Acilio, que en el combate naval de Marsella, acometiendo a un barco enemigo, perdió de un sablazo la mano derecha, pero no soltó de la izquierda el escudo, y, antes, hiriendo con él en la cara a los enemigos, los ahuyentó a todos y se apoderó del barco. Tal Casio Esceva, a quien en el combate de Dirraquio le sacaron un ojo con una saeta, le pasaron un hombro con un golpe de lanza, y un muslo con otro, y habiendo además recibido en el escudo otros ciento treinta saetazos, llamó a los enemigos como para rendirse; y acercándosele dos, al uno le partió un hombro con la espada, e hiriendo en la cara al otro lo rechazó, y él se salvó protegiéndole los suyos. En Bretaña cargaron los enemigos sobre los primeros de la fila, que se habían metido en un sitio cenagoso y lleno de agua, y un soldado de César, estando éste mirando el combate, penetró por medio y, ejecutando muchas y prodigiosas hazañas de valor, salvó a aquellos caudillos, haciendo huir a los bárbaros, y pasando con dificultad por medio de todos se arrojó a un arroyo pantanoso, del que trabajosamente, ya nadando y ya andando, pudo salir a la orilla, aunque sin escudo. Admiróse César, y con gran placer y regocijo salió a recibirle; pero él, muy apesadumbrado y lloroso, se echó a sus pies pidiéndole perdón por haber perdido el escudo. En África se apoderó Escipión de una nave de César en la que navegaba Granio Petronio, nombrado cuestor, y habiendo tenido por presa a todos los demás, dijo que al cuestor lo dejaba ir salvo; pero éste, contestando que los soldados de César estaban acostumbrados a dar la salvación, no a recibirla, se dio la muerte pasándose con la espada.

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