Este denuedo y esta emulación los había fomentado y encendido el mismo César; en primer lugar, con no poner límites a las recompensas y los honores haciendo ver que no allegaba riqueza con las guerras para su propio lujo o sus placeres, sino que ponía y guardaba en depósito los que eran comunes premios del valor, y que no estimaba el ser rico sino en cuanto podía remunerar a los soldados que lo merecían; y en segundo lugar, con exponerse voluntariamente a todo peligro y no rehusar ninguna fatiga. El que fuese arriscado y despreciador de los peligros no era extraño a su ambición; pero su sufrimiento y tolerancia en las fatigas, pareciendo que era superior a sus fuerzas físicas, no dejó de causar admiración, porque, con ser de complexión flaca, de carnes blancas y delicadas y estar sujeto a dolores de cabeza y un mal epiléptico, habiendo sido en Córdoba donde le aco- metió la primera vez, según se dice, no buscó en su delicadeza pretexto para la cobardía, sino, haciendo de la milicia una medicina para su debilidad, con los continuos viajes, con las comidas poco exquisitas y con tomar el sueño en cualquiera parte lidiaba con sus males y conservaba su cuerpo puede decirse que inaccesible a ellos. Por lo común tomaba el sueño en carruaje o en litera, haciendo de este modo que el mismo reposo se convirtiera en acción; sus viajes de día eran a las fortalezas, a las ciudades y a los campamentos, llevando a su lado uno de aquellos amanuenses que estaban acostumbrados a escribir en la marcha y yendo a la espalda un solo soldado con espada. De este modo corría sin intermisión; de manera que cuando hizo su primera salida de Roma, a los ocho días estaba ya en el Ródano. El correr a caballo le era desde niño muy fácil, porque se había acostumbrado a hacer correr a escape un caballo con las manos cruzadas a la espalda, y en aquellas campañas se ejercitó en dictar cartas caminando a caballo, dando quehacer a dos escribientes a un tiempo, y, según Opio, a muchos. Dícese haber sido César el primero que introdujo tratar con los amigos por escrito, no dando lugar muchas veces la oportunidad para tratar cara a cara los negocios urgentes por las muchas ocupaciones y por la grande extensión de la ciudad. De su poco reparo en cuanto a comida se da también esta prueba: teníale dispuesta cena en Milán su huésped Valerio León, y habiéndole puesto espárragos, en lugar de aceite echaron ungüento; comió, no obstante, sin manifestar el menor disgusto, y a sus amigos que no lo pudieron aguantar les reprendió, diciéndoles: “Basta no comer lo que no agrada, y el que reprende esta rusticidad es el que se acredita de rústico”. Obligado por la tempestad en una ocasión, yendo de camino, a recogerse en la casilla de un pobre, como viese que no había más que un cuartito, en el que con dificultad cabía uno solo, dijo a sus amigos que en las cosas de honor se debía ceder a los mejores, y en las que son de necesidad, a los más enfermos, y mandó que Opio durmiera en el cuartito, acostándose él mismo con los demás en el cubierto que había delante de la puerta.