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Los cónsules huyeron sin haber hecho siquiera antes de su salida los sacrificios prescritos por la ley, y lo mismo hicieron los más de los senadores, tomando a manera de robo lo que era propio como si fuese ajeno. Hubo algunos que, habiendo sido antes partidarios acérrimos de César, desistieron entonces, en medio de la confusión, de su anterior propósito, y sin motivo fueron arrebatados de la violencia de aquella corriente. Era a la verdad espectáculo triste el de Roma, y en medio de aquella tormenta parecía nave de cuya salud desesperan los pilotos y que es de ellos abandonada para que sea la suerte quien la conduzca. Pues con todo de ser tan lastimosa y miserable esta mudanza, los ciudadanos veían la patria a causa de Pompeyo en aquella turba fugitiva, y en Roma no veían sino el campamento de César; de manera que hasta Labieno, uno de los mayores amigos de César, y que había sido su legado y había combatido denodadamente a su lado en todas las guerras de la Galia, se separó entonces de él y marchó a unirse con Pompeyo, no sin que César le remitiera su equipaje y cuanto le pertenecía. El primer paso de éste fue marchar en busca de Domicio, que con treinta cohortes ocupaba a Corfinio, y puso frente de esta ciudad su campo. Dióse Domicio por perdido, y pidió al médico, que era uno de sus esclavos, le diese un veneno; y tomando el que le propinó, se retiró para morir; pero habiendo oído al cabo de poco que César usaba de gran humanidad con los prisioneros, se lamentaba de sí mismo y condenaba su precipitada determinación. En esto, como el médico le alentase diciéndole que era narcótica y no mortífera la bebida que había tomado, se puso muy contento y levantándose se dirigió a César, y, no obstante que éste le alargó la diestra, volvió a pasarse al partido de Pompeyo. Llegadas a Roma estas noticias dilataban los ánimos, y algunos de los que habían huido se volvieron.

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