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Cuando ya se habían recogido las tiendas vinieron los escuchas, anunciándole que los enemigos bajaban dispuestos para batalla, con lo que se alegró sobremanera, y haciendo súplicas a los dioses, ordenó su ejército en tres divisiones. El mando del centro lo dio a Domicio Calvino; y de las alas tuvo una Antonio y él mismo la derecha, habiendo de pelear en la legión décima; y como viese que contra ésta estaba formada la caballería enemiga, temiendo su brillantez y su número, mandó que de lo último de su batalla vinieran sin ser vistas seis cohortes adonde él estaba y los colocó detrás del ala derecha, instruyéndolas de lo que debían hacer cuando la caballería enemiga acometiese. Pompeyo tomó para sí el ala derecha, la izquierda la dio a Domicio y el centro lo mandó su suegro Escipión. Toda la caballería amenazaba desde el ala izquierda con intención de envolver la derecha de los enemigos y causar el mayor desorden donde se hallaba el mismo general porque les parecía que fondo ninguno de infantería podría bastar a resistirles, sino que todo lo quebrantarían y romperían en las filas enemigas cargando de una vez con tan grande número de caballos. Mas al tiempo de hacer ambos la señal de la acometida, Pompeyo dio orden a su infantería de que estuviera quieta y a pie firme esperara el ímpetu de los enemigos hasta que se hallaran a tiro de dardo; en lo que dice César cometió un gran yerro no haciéndose cargo de que la acometida con carrera se hace en el principio temible, porque da fuerza a los golpes y enciende la ira con el concurso de todos. Por su parte, cuando iba a mover sus tropas y con este objeto las recorría, vio entre los primeros a un centurión de los más fieles que tenía, y muy experimentado en las cosas de la guerra, que estaba alentando a los que mandaba y exhortándolos a portarse con valor. Saludóle por su nombre: “¿Y qué podemos esperar- le dijo-, Gayo Crasinao? ¿Cómo estamos de confianza?” Y Crasinao, alargando la diestra y levantando la voz: “Venceremos gloriosamente ¡oh César!- le respondió-, porque hoy, o vivo o muerto me has de dar elogios”. Y al decir estas palabras acometió el primero a carrera a los enemigos, llevándose tras sí a los suyos, que eran ciento veinte hombres. Rompe por entre los primeros, y penetrando con violencia y con mortandad bastante adelante, es traspasado con una espada, que, hiriéndole en la boca, pasó la punta hasta salir por colodrillo.

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