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Eran dos las facciones que había en la ciudad: la de Sila, que tenía el poder, y la de Mario, que estaba entonces decaída y disuelta, habiendo sido enteramente maltratada. Queriendo, pues, suscitarla y promoverla durante el mayor aplauso de su magistratura edilicia hizo formar secretamente las imágenes de Mario y algunas victorias en actitud de conducir trofeos, y llevándolas de noche al Capitolio las colocó en él. Los que a la mañana las vieron tan sobresalientes con el oro, y con tanto arte y primor ejecutadas, estando expresados en letra los triunfos alcanzados de los Cimbros, se llena ron de temor por el que las había allí puesto, pasmados de su arrojo; y ciertamente que no era difícil de acertar. Difundiéndose pronto la voz, y trayendo a todo el mundo a aquel espectáculo, los unos gritaban que César aspiraba a la tiranía, resucitando unos honores enterrados por las leyes y los senadoconsultos, y que aquello era una prueba para tantear las disposiciones del pueblo, a fin de ver si ablandado con sus obsequios le dejaba seguir con tales ensayos y novedades; pero los de la facción de Mario, que de repente se manifestaron en gran número, se alentaban unos a otros, y con su gritería y aplausos confundían el Capitolio. Muchos hubo a quienes al ver la imagen de Mario se les saltaron las lágrimas de gozo, elogiando a César hasta las nubes y diciendo que él sólo se mostraba digno pariente de Mario. Congregóse sobre estas ocurrencias el Senado, y levantándose Lutacio Cátulo, varón de la mayor autoridad entre los Romanos, acusó a César, pronunciando aquel dicho tan sabido que César no atacaba ya a la república con minas, sino con máquinas y a fuerza abierta; pero César hizo su defensa, y habiendo logrado convencer al Senado, todavía le acaloraban más sus admiradores y le excitaban a que pusiera por obra todos sus designios, pues con todo se saldría y a todo se antepondría teniendo tan de su parte la voluntad del pueblo.

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