Pedían los Atenienses dinero para cierto sacrificio, y prestándose los demás a darlo, interpelado Foción muchas veces, “pedid- les dijo- a esos ricos, porque yo me avergonzaría de daros a vosotros no habiéndole dado a éste”, mostrándoles al banquero Calicles. Como, sin embargo, no cesasen de clamar y gritar, les refirió esta conseja: “Un hombre tímido salió a la guerra, y habiendo oído graznar a los cuervos depuso las armas y se estuvo quieto. Volviólas a tomar, y puesto en marcha, como otra vez graznasen los cuervos, se paró, por fin, y les dijo “Vosotros graznaréis cuanto os dé la gana, pero de mí no habéis de gustar”. En otra ocasión le mandaron los Atenienses que saliera contra los enemigos, y como no fuese de tal parecer y lo culpasen de tímido y cobarde, “Ni vosotros- dijo- me podéis hacer osado, ni yo a vosotros tímidos; pero ya nos conocemos”. En circunstancias delicadas se irritó mucho el pueblo contra él, y pidiéndole las cuentas del ejército, “Salvaos antes, les dijo, oh miserables”; y como durante la guerra los viese abatidos y cobardes, y después de la paz mostrasen osadía y gritasen contra Foción, quejándose de que les había arrebatado la victoria, “No es poca vuestra fortuna- les dijo- en tener un general que os conoce, porque si no, ya hace tiempo que os habríais perdido”. No querían litigar con los beocios por cierto territorio sin hacerles la guerra; y Foción les aconsejó que contendieran con palabras, en lo que eran superiores, y no con las armas, en lo que podían menos. Hablaba una vez al pueblo, y como no atendiesen ni quisiesen oírle, “Podréis- les dijo- violentarme a que haga lo que no quiero; pero a que contra mi parecer diga lo que no conviene, no podréis forzarme jamás”. De los oradores que se le oponían en el gobierno era uno Demóstenes; y diciéndole éste un día: “Te quitarán los Atenienses la vida, oh Foción”, le respondió: “Me la quitarán a mí si están locos y a ti si están cuerdos”. Viendo a Polieucto de Esfecia que en un día de verano aconsejaba a los Atenienses que hiciesen la guerra a Filipo, y que después, medio sofocado y bañado de sudor, porque estaba muy grueso, tomaba continuos sorbos de agua, “Estará muy bien- dijo- que decretéis la guerra por consejo de este hombre, de quien ¿qué podrá esperarse cuando se halle con la coraza y el escudo, y tenga los enemigos cerca, si ahora para deciros lo que tiene meditado está para ahogarse?” Decíale Licurgo en una junta pública un sin fin de denuestos; añadiendo, por fin, que pidiendo a Alejandro diez de los demagogos, había aconsejado que se le entregasen, y él respondió: “Muchas cosas buenas y útiles les he aconsejado; pero no me hacen caso”.