Había un tal Arquibíades, a quien se daba el mote de Laconista porque se había dejado crecer una larga barba, llevaba una mala capa a la espartana y tenía un aire tétrico y severo; en un alboroto que se movió en el Consejo, Foción apeló a éste para que le sirviera de testigo en lo que decía y lo ayudara; mas él, levantándose, no aconsejó sino lo que sabía que sería grato a los Atenienses; Foción entonces, asiéndole por la barba, “¿Pues por qué- le dijo-, oh Arquibíades, no te afeitas?” Aristogitón, el delator de las juntas públicas, estaba siempre por la guerra, e inflamaba al pueblo a emprenderla; pero cuando llegó el tiempo del alistamiento, se presentó con una muleta y con una pierna entrapajada; y apenas Foción lo vio a lo lejos, desde su escaño gritó al amanuense: “Escribe también a Aristogitón, cojo y malo”. Era, por tanto, cosa de maravillarse cómo un hombre tan irritable y tan severo tenía el concepto y aun el nombre de bueno; y es que, en mi opinión, aunque difícil, no es imposible que, al modo del vino, un hombre sea al mismo tiempo dulce y picante; así como otros que son tenidos por dulces son desabridos y dañosos para los que los experimentan; y aun de Hipérides se refiere haber dicho, hablando al pueblo: “No miréis, oh Atenienses, si soy amargo, sino si lo soy de balde”; como si la muchedumbre temiera y aborreciera sóloa los que son molestos y dañosos con su avaricia, y no estuviera peor con los que abusan del poder por desprecio y envidia o por encono y rencilla. Pues en cuanto a Foción, por enemistad jamás hizo mal a nadie, ni a nadie tuvo por contrario, y sólo en lo preciso hizo frente a los que se le oponían en lo que por bien de la patria ejecutaba, siendo en tales casos áspero, inflexible e implacable; pero, fuera de esto, en el transcurso de su vida a todos se mostró benigno, compasivo y humano, hasta venir en auxilio de los de contrario partido, si en algo faltaban, y ponerse a su lado si estaban en peligro. Reconviniéronle una vez sus amigos de que había hablado en juicio a favor de un hombre malo, y les respondió que los buenos no necesitaban de auxilio. Aristogitón, el delator, después que por sentencia fue condenado, le llamó y rogó que fuera a verle, y condescendiendo con su súplica, se encaminaba a la cárcel; más como sus amigos se lo estorbasen, “Dejadme- dijo-, simples: ¿en qué parte podríamos ver con más gusto a Aristogitón?