No había pasado mucho tiempo cuando los sucesos mismos hicieron ver al pueblo qué celador y guarda de la modestia y la justicia era el que había perdido. Erigióle, pues, una estatua de bronce, y a expensas del erario público dio sepultura a sus huesos. De sus acusadores, a Hagnónides los mismos Atenienses le condonaron y quitaron la vida, y a Epicuro y Demófilo, que habían huido de la ciudad, el hijo de Foción los descubrió y tomó de ellos venganza. De éste se dice que no era hombre de recomendables prendas; que, enamorado de una esclava educada en casa de un rufián, por casualidad había llegado al Liceo a tiempo en que Teodoro el Ateo formaba este argumento: “Si no es cosa torpe rescatar al amigo, tampoco, por consiguiente, a la amiga: Y si no lo es el rescatar al amado, tampoco a la amada”; y que adoptando este modo de discurrir como tan acomodado a sus deseos, había redimido a la amiga. En fin: lo ejecutado con Foción hizo a los Griegos acordarse de lo ejecutado con Sócrates, por ser este yerro muy semejante a aquel, y causa igualmente para la ciudad de grandes infortunios.