Habíase hecho ya tan célebre, que ocurrió lo siguiente: reunía e instruía Sila los mancebos de las principales familias para una carrera de caballos juvenil y sagrada, a la que llaman troya, y había nombrado dos caudillos, de los cuales los jóvenes admitieron al uno por respeto a su madre, pues era hijo de Metela, mujer de Sila; pero en cuanto al otro, que era Sexto, sobrino de Pompeyo, no permitieron que se les pusiera al frente ni quisieron seguirle; preguntándoles Sila a quién querían, todos a una voz dijeron que a Catón, y el mismo Sexto cedió el puesto contento, y se puso a sus órdenes, dando este testimonio a su mayor mérito. Había sido Sila amigo de su padre, y algunas veces los llamaba a él y a su hermano, y les hablaba, siendo muy pocos aquellos con quienes tenía esta atención, por el envanecimiento y altanería de su majestad y su poder, y dando Sarpedón grande importancia a este favor para el honor y seguridad, llevaba a Catón con frecuencia a casa de Sila, que entonces en nada se diferenciaba de un lugar de suplicios, por la muchedumbre de los que allí eran sofocados y atormentados; cuando esto sucedía tenía Catón catorce años, viendo, pues, que se traían allí las cabezas de los varones más distinguidos de la ciudad, y que los presentes devoraban en secreto sus sollozos, preguntó al ayo por qué no había alguno que matase a aquel hombre; y respondiéndole éste: “Porque, aunque le aborrecen mucho, todavía le temen más”, le repuso al punto: “¿Pues por qué no me das a mí una espada para libertar de esclavitud a la patria quitándole de en medio?” Al oír Sarpedón estas palabras, vio que le centelleaban los ojos, y que su encendido semblante estaba lleno de ira y furor, y concibió tal miedo que de allí en adelante estuvo siempre con cuidado y en observación de que no cometiera algún arrojo. Era todavía niño pequeñito cuando, a los que le preguntaban a quién quería más, respondió que a su hermano; volvieron a preguntarle: “¿Y luego?” y la respuesta fue igualmente que a su hermano; volvieron la tercera, cuarta y más veces, hasta que, cansados, no le preguntaron más. Después, con la edad, todavía se fortificó y creció este amor al hermano, porque ya era de veinte años, y jamás había cenado, viajado o salido a la plaza sin Cepión. Mas si éste pedía ungüentos, él no los admitía, y en todo lo relativo al cuidado de la persona era rígido y severo; así con ser Cepión objeto de maravilla por su parsimonia y moderación, reconocía que tenía este mérito si se le quería medir con los demás; “pero cuando comparo mi método de vida- decía- con el de Catón, entonces me parece que en nada me diferencio de Sipio”, nombrando a uno de los que tenían fama entonces en Roma de más muelles y afeminados.