La basílica llamada Porcia era una ofrenda por la censura de Catón el mayor; y siendo allí donde daban audiencia los tribunos de la plebe, porque una columna parecía ser de algún estorbo para las sillas de curules, habían resuelto o quitarla o trasladarla a otra parte, y éste fue el primer negocio que obligó a Catón a contra su voluntad al público; pues lo fue preciso hacerles oposición, dando al mismo tiempo una admirable prueba de su elocuencia y de su juicio. Porque su dicción no tuvo nada de juvenil ni de hinchada, sino que fue varonil, llena y concisa. Además, resplandecía en ella una gracia seductora, que hacia oír con gusto lo cortado y breve de las sentencias, y su carácter, unido con aquella gracia conciliaba a la misma severidad un placer y halago que le quitaba lo repugnante. Su voz tenía extensión, y era cual se necesitaba para alcanzar a todo un auditorio tan numeroso, pues estaba dotada de una fuerza y firmeza que nada la quebrantaba o disminuía: porque hubo ocasiones en que, habiendo hablado por un todo día, no se le notó cansancio. En ésta ganó el pleito, y se volvió otra vez a su silencio y a sus ejercicios, porque trabajaba el cuerpo en ocupaciones de fatiga, y se había acostumbrado a sufrir el calor y el frío con la cabeza descubierta, y a caminar a pie en toda estación sin llevar ningún carruaje, y yendo a caballo los amigos que con él viajaban, ora se llegaba a uno, ora a otro, haciéndoles conversación, marchando él a pie mientras los otros iban como se deja dicho. En las enfermedades eran admirables su sufrimiento y sobriedad; así, cuando tenía calentura, se estaba enteramente solo, no dejando que entrase nadie hasta que se sentía aliviado y restablecido de su indisposición.