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Al Senado entraba el primero y salía el último, y muchas veces, mientras llegaban los demás, se estaba sentado, leyendo en voz baja, y cubriendo el libro con la ropa. Nunca en día de Senado salía al campo; más adelante, cuando los de la facción de Pompeyo, por ver que había de serles un estorbo para sus injustos designios, encontrándole siempre íntegro e inflexible, se propusieron entretenerle fuera en defender a sus amigos, en compromisos o en arbitrios y en otros negocios, habiendo conocido muy pronto la asechanza, se negó a todo, e hizo propósito de no atender a ninguna otra cosa cuando había Senado. Porque no habiendo entrado al manejo de los negocios públicos por deseo de gloria o por avaricia, o casual y fortuitamente, como algunos otros, sino por elección, creyendo que el tomar parte en el gobierno era propio de un buen ciudadano, llevaba la máxima de que debía trabajar más en el bien público que la abeja en sus panales; tanto, que hasta los negocios de las provincias, las resoluciones del Senado y todos los grandes sucesos tomaba empeño en que vinieran a su mano por medio de los huéspedes y amigos que tenía por todas partes. Oponiéndose en una ocasión al demagogo Clodio, que promovía e iba preparando los principios de grandes novedades, y calumniaba ante el pueblo a varios sacerdotes y sacerdotisas, entre las que corrió gran peligro Fabia Terencia, hermana de la mujer de Cicerón; a Clodio lo precisó a ausentarse de la ciudad, dejándolo confundido de vergüenza, y a Cicerón, que le daba las gracias, le dijo que éstas, no se debían sino a la república, porque por ella lo hacía y disponía todo. Adquirió con esto suma gloria, tanto, que un orador, como no tuviese contra sí en la causa más que la deposición de un solo testigo, dijo a los jueces que dar fe a un testigo solo no sería justo, aun cuando fuese Catón; y muchos, ya en las cosas extraordinarias e increíbles, solían decir como por proverbio: “Eso no se puede creer, aunque lo diga Catón”. Un ciudadano, notado de muy mala conducta y de muy dado al regalo, elogiaba un día en el Senado la sobriedad y la templanza; y levantándose Amneo: “¿Quién ha de poder sufrirle dijo- que cenando como Craso y edificando como Lúculo nos vengas a hablar como Catón?” Y, en general, a los que, siendo desarreglados e intemperantes, afectaban en sus palabras gravedad y severidad, los llamaban por burla Catones.

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