Antes de ser elegido para el tribunado de la plebe sostuvo, durante el consulado de Cicerón, la dignidad de esta magistratura en los diferentes embates que sufrió, y puso por fin el sello a las grandes y brillantes acciones del cónsul en la conjuración de Catilina; porque aunque éste, que no trataba de nada menos que de la ruina y de la absoluta subversión de la república, moviendo al mismo tiempo sediciones y guerras, a las reconvenciones de Cicerón se salió de la ciudad, Léntulo, Cetego y otros muchos con ellos se habían puesto al frente de la conspiración, y tratando a Catilina de tímido y cobarde, meditaban meter la ciudad a fuego y trastornar el imperio con las rebeliones de las provincias sublevadas y las guerras extranjeras. Descubiertos sus planes, y puesto en deliberación el asunto en el Senado, a excitación de Cicerón- como en la Vida de éste decimos-, el primero en votar, que fue Silano, expresó que, en su opinión, debían los reos ser condenados al último suplicio, y a él se adhirieron los que le fueron siguiendo, hasta César. Mas éste, que era elocuente, y que más bien quería aumentar que disminuir cualquiera mudanza y sublevación en la ciudad, como incentivo de los proyectos que estaba formando, se levantó a su vez, y manifestando sentimientos de dulzura y humanidad dijo que no podía permitir que sin juicio previo se quitara la vida de aquellos ciudadanos, y concluyó con que se les tuviera en custodia. Mudó con esto de tal modo los dictámenes del Senado, por temor al pueblo, que hasta el mismo Silano negó haber querido indicar la muerte, sino el encierro, porque para un ciudadano romano éste era el último de los males.