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Verificada esta mudanza, e inclinándose todos a lo más suave y benigno, se levantó Catón a exponer su dictamen, y desde luego empezó a hablar con vehemencia y afectos, tratando mal a Silano por su inconstancia y mostrándose irritado contra César porque con frases populares y un discurso de afectada humanidad echaba por tierra la república, y causaba temor al Senado en cosas por las que él debía temer y darse por contento si de ellas salía inmune y sin sospecha; pues que tan a las claras y con tanto empeño sacaba de entre las manos a unos enemigos públicos, y hacía ostensión de que ninguna compasión le merecía la patria, tan poderosa y digna de amparo, aunque la veía próxima a su ruina, mientras lloraba y se lamentaba por los que no debían existir ni haber nacido, a causa de que con su muerte iban a librar a la ciudad de las mayores calamidades y peligros. Este discurso se dice ser el único que se ha conservado de Catón, por haber el cónsul Cicerón enseñado de antemano a los amanuenses que con más prontitud escribían ciertos signos que en formas muy pequeñas y breves tenían el valor de muchas letras, y haberlos distribuido con separación en diferentes puntos del salón del Senado, porque todavía no se conocían ni se habían formado los que después se llamaron semeyógrafos, sino que entonces por la primera vez se tuvo de ellos, según dicen, este vestigio. Prevaleció, pues, Catón, e hizo que se reformasen los dictámenes en términos que los reos fueron condenados a muerte.

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