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Como propusiese Cayo Trebonio una ley sobre el repartimiento de las provincias entre los cónsules, reducida a que, teniendo el uno la España y el África bajo sus órdenes, y el otro la Siria y el Egipto, hicieran la guerra y sujetaron a los que disponiendo de las fuerzas de mar y tierra, los demás ciudadanos miraron como inútil el oponerse y tratar de impedirlo, y así, ni aun quisieron contradecir; pero Catón, antes que el pueblo pasase a votar, subió a la tribuna, y manifestando estar determinado a hablar, con dificultad le concedieron dos horas de término para ello. Dijo, manifestó y profetizó muchas cosas, en lo que consumió el tiempo, y ya no le dejaron hablar más, sino que, como se detuviese en la tribuna, fue allá un ministro y le sacó de ella. Paróse abajo, y continuó gritando ante muchos que le escuchaban y se mostraban indignados; y otra vez el ministro le echó la mano, y lo puso fuera de la plaza; mas no bien lo hubo dejado, cuando regresó otra vez para subir a la tribuna, clamando e implorando el auxilio de los ciudadanos. Repitióse esto muchas veces, e incomodado Trebonio, mandó que le condujeran a la cárcel; pero como era mucha la gente que llevaba tras sí, y a la que dirigía la palabra andando como iba, Trebonio temió y lo dejó ir libre; de este modo consumió Catón aquel día. En el siguiente, intimidando a unos ciudadanos, ganando a otros con gracias y dádivas, conteniendo con las armas al tribuno Aquilio para que no saliera de la curia, echando fuera de la plaza a Catón, que gritaba haberse oído truenos, e hiriendo a no pocos, de los que algunos murieron, así fue como a fuerza sancionaron la ley; tanto, que muchos, retirándose de allí llenos de ira, empezaron a derribar al suelo las estatuas de Pompeyo; pero pasando allá Catón, los contuvo. Cuando después, en favor de César, se propuso otra ley sobre sus provincias y sus ejércitos, ya no se dirigió Catón al pueblo, sino al mismo Pompeyo, a quien, poniendo por testigo a los dioses, dijo: que habiendo tomado sobre sus hombros a César, por lo pronto no lo sentía, pero que cuando empezara a pesarle y a sucumbir bajo la carga, no siéndole ya posible ni echarle en el suelo ni llevarlo, se dejaría caer con él sobre la república, y entonces se acordaría de las exhortaciones de Catón, reconociendo que no tenían menos de provechosas para el mismo Pompeyo que de honestas y justas. Muchas veces oyó Pompeyo estas reconvenciones, pero no hizo caso de ellas. Porque su felicidad y su poder le hacían creer que César no podía hacer mudanza.

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