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Dícese que desde aquel día ni se cortó el cabello, ni se hizo la barba, ni tomó corona, sino que conservó hasta la muerte, fuesen vencedores o vencidos, un mismo tenor de duelo, de aflicción y de abatimiento sobre las calamidades de la patria. Tocóle entonces por suerte la Sicilia, y marchó a Siracusa; pero sabiendo que Asinio Polión, de la facción enemiga, había llegado con tropas a Mesena, le escribió pidiéndole razón de aquel viaje. Fuéle pedida a su vez por Polión de la mudanza hecha en las cosas de la república, y como al mismo tiempo entendiese que Pompeyo dejaba enteramente la Italia, y tenía sus reales en Dirraquio, prorrumpió en la expresión de que había grande error e inconstancia en las cosas divinas; pues que había sido invencible Pompeyo mientras no había hecho nada saludable y justo, y ahora, cuando quería salvar la patria y combatir por la libertad, lo abandonaba su próspera fortuna. Dijo, pues, que bien tenía fuerzas para arrojar a Asinio de la Sicilia, pero que viniendo en socorro de éste más tropas, no quería que la isla se perdiese en aquella guerra. Por lo que, aconsejando a los Siracusanos que se arrimaran al vencedor y se salvaran, salió de la Sicilia. Llegado donde se hallaba Pompeyo, siempre se mantuvo en el mismo dictamen de que no se dieran largas a aquella guerra con esperanzas de que se hiciese la paz, y no queriendo que la república, quebrantada en tan injusta contienda, sostenida contra sí misma, llegara a lo sumo de los males, encomendando al hierro la decisión de su suerte. Otros consejos hermanos de éste dio a Pompeyo y a sus asesores, persuadiéndolos a que se decretase que ninguna ciudad de las sujetas a la república sería saqueada, ni ningún romano muerto fuera de las filas; lo que le granjeó gran reputación, y atrajo a muchos al partido de Pompeyo, conducidos de su equidad y mansedumbre.

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