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Lucio César, deudo del otro César, estando para partir, por diputado de los trescientos, rogaba a Catón que le formase un discurso elocuente, para hacer uso de él en su comisión a favor de aquellos: “Porque en cuanto a ti- le dijome parece que debo tomar las manos de César y arrojarme a sus pies”; pero Catón no permitió hiciera semejante cosa: “Pues si yo quisiera- le dijo- que mi salud fuera una gracia de César, a mí me tocaba ir a implorarla directamente; mas no quiero tener nada que agradecer a un tirano en aquello mismo en que es injusto, y no puede menos de serlo, salvando como dueño y señor a los que no era razón dominase; y en cuanto al modo que se ha de tener en rogar por los trescientos, está bien que lo examinemos de común acuerdo, si te parece”. Vióse, pues, para esto con Lucio, a quien al tiempo de marchar le recomendó su hijo y sus más allegados, y despidiéndose de él y abrazándole, volvió a su casa, donde, reuniendo a su hijo y a los amigos, les habló de otras diferentes cosas, y les manifestó que no era conveniente que aquel joven tomara parte en el gobierno, pues los negocios no permitían que pudiera haberse de un modo digno de Catón; y no siendo así, sería una afrenta. A la entrada de la noche pasó al baño, y acordándose mientras se bañaba de Estatilio, dijo en alta voz: “¿Has despedido, oh Apolónides, a Estatilio, haciéndole bajar de su altivez, y se ha embarcado sin siquiera saludarme?”. “¿Cómo?- replicó Apolónides.- No ha sido posible; por más que le he hablado, sino que conserva su ánimo erguido e irreducible, manteniéndose en que quiere quedarse y hacer lo mismo que tú hicieres”. A esto dicen que Catón se sonrió y dijo: “Pues bien, eso luego se verá”.

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