El que escribió ¡oh Socio! el elogio de Alcibíades, vencedor en Olimpia corriendo con los caballos, fuese Eurípides, como generalmente se cree, o fuese cualquier otro, dice que al hombre, para ser feliz, le ha de caber en suerte haber nacido en una ciudad ilustre; pero yo creo que para la verdadera felicidad, que principalmente consiste en las costumbres y en el propósito del ánimo, nada da ni quita haber nacido en una patria oscura e ignorada, o de una madre fea y pequeña. Porque sería cosa ridícula que hubiera quien pensase que Júlide, parte muy pequeña de una isla no grande como la de Ceo, y que Egina, de la que dijo un ateniense que debía quitarse como una legaña del Pireo, habían de haber llevado excelentes actores y poetas, y no habían de poder producir un hombre justo que se bastase a sí mismo, que tuviera juicio y fuera de un ánimo elevado. Porque lo natural es que las otras artes, que se alimentan con el trabajo y la fama, se marchiten en pueblos humildes y oscuros, y que la virtud, como planta fuerte y robusta, arraigue en todo terreno, si prende en una buena índole y en un ánimo inclinado al trabajo; de donde se sigue que si nosotros dejamos de pensar y conducirnos como corresponde, esto deberá justamente atribuirse, no a la pequeñez de la patria, sino a nosotros mismos.