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Llegado a Atenas, se aplicó a oír a Antíoco Ascalonita, seducido de la facundia y gracia de sus discursos, sin embargo de que no aprobaba las novedades que introducía en los dogmas de la secta: porque ya Antíoco se había separado de la que se llamaba academia nueva, y había desertado de la escuela de Carnéades, o cediendo a la evidencia y a los sentidos, o prefiriendo, como dicen algunos, por cierta ambición, y por indisposición con los discípulos de Clitómaco y de Filón, a todas las demás la doctrina estoica. Mas Cicerón se mantuvo siempre en aquellos principios, y a ellos dio su atención, teniendo meditado, si le era preciso dejar del todo los negocios públicos, convertir a estos estudios su vida desde el foro y la curia, para pasarla sosegadamente entregado a la filosofía. Llególe en esto la noticia de haber muerto Sila, y como su cuerpo, fortificado con el ejercicio, hubiese adquirido bastante robustez, y la voz se hubiese formado del todo, resultando ser llena, dulce al oído y proporcionada a la constitución de su cuerpo, llamado por una parte y rogado desde Roma por sus amigos, y exhortado por otra de Antíoco a que se entregase a los negocios públicos, volvió otra vez a cultivar la oratoria como un instrumento que había de poner en ejercicio para adelantar en la carrera política, trabajando discursos y consultando los oradores más acreditados. Con este objeto navegó al Asia y a Rodas, y de los oradores de Asia oyó a Jenocles de Adramito, a Dionisio de Magnesia y a Menipo de Caria, y en Rodas al orador Apolonio Molón, y al filósofo Posidonio. Dícese que Apolonio, no sabiendo la lengua latina, pidió a Cicerón que declamara en griego, y que éste tuvo en ello gusto, juzgándolo más conducente para la corrección. Después de haber así declamado, todos se quedaron asombrados y compitieron en las alabanzas; sólo Apolonio se estuvo inmóvil oyéndole, y después que hubo concluido, permaneció en su asiento, pensativo, por largo rato; y como Cicerón se manifestase resentido, “A ti ¡oh Cicerón!- le dijo- te admiro y te alabo, pero duélome de la suerte de la Grecia, al ver que los únicos bienes y ornamentos que nos habían quedado, la ilustración y la elocuencia, son también por ti ahora trasladados a Roma”.

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