Decidiéndose, pues, a tomar parte en el gobierno, lleno de lisonjeras esperanzas, un oráculo, sin embargo, contenía y moderaba aquel ímpetu, pues habiendo preguntado en Delfos al Dios cómo adquiriría grande fama, le había aconsejado la Pitia que tomara su propia naturaleza por regulador de su conducta, y no la opinión del vulgo. Así al principio procedía con gran precaución, y no daba sino, pasos muy lentos hacia las magistraturas, y aun por esto mismo no hacían caso de él, y le motejaban con aquellos apodos vulgares tan comunes en Roma: Griego y Ocioso. Mas siendo él amante de gloria por carácter, y continuas las excitaciones de su padre y sus amigos, se dedicó al fin a la defensa de las causas, en la que no por grados llegó a la primacía, sino que desde luego resplandeció con brillante gloria y se aventajó mucho a todos los que con él contendían en el foro. Dícese que, estando en la parte de la elocución no menos sujeto a defectos que Demóstenes, puso mucho atención en observar al cómico Roscio y al trágico Esopo. De éste se cuenta que, representando en el teatro a Atreo cuando deliberaba sobre vengarse de Tiestes, como pasase casualmente uno de los sirvientes en el momento en que se hallaba fuera de sí con la violencia de los afectos, le dio un golpe con el cetro y le quitó la vida; no fue poca la fuerza que de la representación y la acción teatral tomó para persuadir la elocuencia de Cicerón, como que de los oradores que hacían consistir el primor de ésta en vocear mucho solía decir con chiste que por flaqueza montaban en los gritos como los cojos en un caballo. Su facilidad y gracia para esta clase de agudezas y donaires bien parecía propia del foro y sazonada; pero usando de ella con demasiada frecuencia, sobre ofender a no pocos, le atrajo la nota de maligno.