Mas, al fin, entregado al gobierno con demasiado empeño, tenía por cosa muy censurable que los artesanos, que sólo emplean instrumentos y materiales inanimados, no ignoren ni el nombre, ni el país, ni el uso de cada uno; y el político, que para todos los negocios públicos tiene que valerse de hombres, proceda con desidia y descuido en cuanto a conocer los ciudadanos. Por tanto, no sólo se acostumbró a conservar sus nombres en la memoria, sino que sabía en qué calle habitaba cada uno de los principales, qué posesiones tenía, qué amigos eran para él los de mayor influjo y quiénes eran sus vecinos; y por cualquiera parte que Cicerón caminara de la Italia podía sin detenerse expresar y señalar las tierras y las casas de campo de sus amigos. Siendo su hacienda no muy cuantiosa, aunque la suficiente y proporcionada a sus gastos, causaba admiración que no recibiese ni salario ni dones por las defensas, lo que aun se hizo más notable cuando se encargó de la acusación de Verres. Había sido éste pretor de la Sicilia, donde cometió mil excesos, y persiguiéndole los sicilianos, Cicerón hizo que se le condenara, no con hablar, sino en cierta manera por no haber hablado; porque estando los pretores de parte de Verres, y prolongando la causa con estudiadas dilaciones hasta el último día, como estuviese bien claro que esto no podía bastar para los discursos y el juicio no llegaría a su término, levantándose Cicerón, expresó que no había necesidad de que se hablase y, presentando los testigos y examinándolos, concluyó con decir que los jueces pronunciaran sentencia. Con todo, en el discurso de esta causa se cuentan muchos y muy graciosos chistes suyos. Porque los Romanos llaman Verres al puerco no castrado; y habiendo querido un liberto llamado Cecilio, sospechoso de judaizar, excluir a los sicilianos y ser él quien acusara a Verres, le dijo Cicerón: “¿Qué tiene que ver el judío con el puerco?” Tenía Verres un hijo ya mocito, de quien se decía que no hacía el más liberal uso de su belleza; y motejando Verres a Cicerón de afeminado, “a los hijos- le repuso- no se les reprende sino de puertas adentro”. El orador Hortensio no se atrevió a tomar la defensa de la causa de Verres, pero le patrocinó al tiempo de la tasación, por lo que recibió en precio una esfinge de marfil, y habiéndole echado Cicerón alguna indirecta, como le respondiese que no sabía desatar enigmas, le repuso éste con presteza: “Pues la esfinge tienes en casa.”