No obstante esto, no dejaba de haber algunos que se preparaban a molestar a Cicerón de obra y de palabra por los pasados sucesos al frente de los cuales estaban los que habían de entrar en las magistraturas: César, que iba a ser pretor, y Metelo y Bestia, tribunos de la plebe. Posesionáronse éstos en sus cargos cuando todavía Cicerón había de ejercer el Consulado por algunos días, y no le dejaron arengar al pueblo, sino que, poniendo sillas en la tribuna, no le dieron lugar, ni se lo permitieron, como no fuera solamente para renunciar y abjurar el Consulado si quería, bajándose luego. Presentóse, pues, como para renunciar, y prestándole todos silencio hizo no el juramento patrio y acostumbrado en tales casos, sino otro particular y nuevo: que juraba haber salvado la patria y afirmado la república; y este mismo juramento hizo con él todo el pueblo. Irritados más con esto César y los tribunos, pensaron cómo suscitar nuevos disgustos a Cicerón, para lo cual dieron una ley llamando a Pompeyo con su ejército, a fin de destruir, decían, la dominación de Cicerón, pero era para éste y para toda la república de grandísima utilidad el que se hallase de tribuno de la plebe Catón, para contrarrestar los intentos de aquellos con igual autoridad y con mayor reputación, pues fácilmente los desbarató, y en sus discursos al pueblo ensalzó de tal modo el consulado de Cicerón, que se le decretaron los mayores honores que nunca se habían concedido y se le llamó públicamente padre de la patria, siendo él el primero a quien parece haberse dispensado este honor por haberle así apellidado Catón ante el pueblo.