Fatigados los habitantes de la ciudad de la larga y molesta guerra que por Salamina habían sostenido con los de Mégara, habían establecido por ley que nadie hiciese propuesta escrita o hablada de que se recobrara Salamina, pena de muerte al que contraviniese. Llevaba mal Solón esta ignominia; y viendo que muchos de los jóvenes no deseaban más sino que se buscase cómo comenzar la guerra, no atreviéndose a tomar la iniciativa por causa de la ley, fingió estar fuera de juicio, e hizo que de su casa se esparciera esta misma voz de que estaba perturbado. Trabajó en tanto, sin darlo a entender, un poema elegíaco, que aprendió hasta tomarlo de memoria; y hecho esto, repentinamente se dirigió a la plaza con un gorro en la cabeza. Concurrió gran gentío, y entonces, poniéndose sobre la piedra destinada al pregonero, recitó cantando su elegía, que empezaba así: De Salamina vengo, la envidiable, y este lugar en vuestra junta ocupo para cantaros deleitables versos. Intitúlase este poema Salamina, y es de cien versos, trabajado con mucha gracia; lo cantó, pues, y aplaudiendo sus amigos, y sobre todo exhortando y conmoviendo Pisístrato a los ciudadanos para que diesen asenso a lo que habían oído, abolieron la ley, y otra vez clamaron por la guerra, poniendo a Solón al frente de ella. La opinión popular acerca de esto es que encaminándose a Colfada con Pisístrato y encontrando allí a todas las mujeres ocupadas en hacer a Deméter el solemne y público sacrificio, envió a Salamina un hombre de su confianza, el cual había de fingir que se pasaba voluntariamente, y había de incitar a los Megarenses a que sin dilación navegasen a Colíada, si querían hacerse dueños de las mujeres más principales de los Atenienses. Dándole los Megarenses crédito, enviaron gente en una nave; y luego que Solón la vio zarpar de la isla, mandó a las mujeres que se retirasen, y adornando al punto con los vestidos, las cintas y los calzados de éstas a aquellos jóvenes más tiernos, a quienes todavía no apuntaba la barba, y armándolos asimismo de puñales ocultos, les dio la orden de que jugueteasen e hiciesen danzas en la orilla del mar, hasta que arribasen los enemigos y la nave se les pusiese a tiro. Hecho todo como se había dispuesto, los Megarenses se engañaron con el aspecto; acercáronse, y echaron pie a tierra, como que iban a trabar de unas mujeres; y así no escapó ninguno, sino que todos perecieron, y los Atenienses, haciéndose al mar, recobraron al punto la isla.