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También se ve en sus escritos que el uno no tocaba en las alabanzas propias sino con tiento y sin fastidio, y sólo cuando podía convenir para otro fin importante, siendo fuera de este caso reservado y modesto; pero el desmedido amor propio de Cicerón de hablar siempre de sí mismo descubre una insaciable ansia de gloria, como cuando dijo: Cedan las armas a la docta toga, y el laurel triunfal a la elocuencia. Finalmente, no sólo celebra sus propios hechos, sino aun las oraciones que ha pronunciado o escrito, como si su objeto fuese competir juvenilmente con los oradores Isócrates y Anaxímenes, y no atraer y dirigir al pueblo romano: Grave y altivo poderoso en armas, y a sus contrarios iracundo y fiero. Es verdad que en los que han de gobernar se necesita la elocuencia; pero deleitarse en ella y saborear la gloria que procura no es de ánimos elevados y grandes. En esta parte se condujo con más decoro y dignidad Demóstenes, quien decía que su habilidad no era más que una práctica, pendiente aún de la benevolencia de los oyentes, y que tenía por iliberales y humildes, como lo son en efecto, a los que en ella se vanaglorian.

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