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Acerca de Demóstenes y Cicerón, lo que dejamos escrito es cuanto ha llegado a nuestro conocimiento que sea digno de memoria, y aunque no es nuestro ánimo entrar en la comparación de la facultad del decir del uno y del otro, nos parece no debe pasarse en silencio que Demóstenes, cuanto talento tuvo, recibido de la naturaleza y acrecentado con el ejercicio, todo lo empleó en la oratoria, llegando a exceder en energía y vehemencia a todos los que compitieron con él en la tribuna y en el foro; en gravedad y decoro, a los que cultivaron el género demostrativo, y en diligencia y arte, a todos los sofistas. Mas Cicerón, hombre muy instruido, y que a fuerza de estudio sobresalió en toda clase de estilos, no sólo nos ha dejado muchos tratados filosóficos al modo de la escuela académica, sino que aun en las oraciones escritas para las causas y las contiendas del foro se ve claro su deseo de ostentar erudición. Pueden también deducirse las costumbres de uno y otro de sus mismas oraciones, pues Demóstenes, aspirando a la vehemencia y a la gravedad, fuera de toda brillantez y lejos de chistes, no olía al aceite, como le motejó Piteas, sino que de lo que daba indicio era de beber mucha agua, de poner sumo trabajo y de austeridad y acrimonia en su conducta; y Cicerón, inclinado a ser gracioso y decidor hasta hacerse juglar, usando muchas veces de ironía en los negocios que pedían diligencia y estudio, y empleando en las causas los chistes, sin atender a otra cosa que a sacar partido de ellos, solía desentenderse del decoro: como en la defensa de Celio, en la que dijo: “no ser extraño que entre tanta opulencia y lujo se entregara a los placeres, porque no participar de lo que se tiene a la mano es una locura, especialmente cuando filósofos muy afamados ponen la felicidad en el placer”. Dícese que acusando Catón a Murena, le defendió Cicerón siendo cónsul, que por mortificar a Catón satirizó largamente la secta estoica, a causa de sus proposiciones sentenciosas, llamadas paradojas, causando esto gran risa en el auditorio y aun en los jueces, y que Catón, sonriéndose, dijo sin alterarse a los circunstantes: “¡Qué ridículo cónsul tenemos, ciudadanos!” Parece que Cicerón era naturalmente formado para las burlas y los chistes, y que su semblante mismo era festivo y risueño; mientras en el de Demóstenes estaba pintada siempre la severidad y la meditación, a las que, entregado una vez, no le fue ya dado mudar; por lo que sus enemigos, como dice él mismo, le llamaban molesto e intratable.

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