Agregábase a esto la noble dignidad de su figura, pues tenía la barba poblada, la frente espaciosa, la nariz aguileña, de modo que su aspecto en lo varonil parecía tener cierta semejanza con los retratos de Hércules pintados y esculpidos; y aun había una tradición antigua según la cual los Antonios eran heraclidas, descendientes de Anteón, hijo de Hércules; y además de parecer que se confirmaba esta tradición con su figura, según se deja dicho, procuraba él mismo acreditarlo con su modo de vestir, porque cuando había de mostrarse en público llevaba la túnica ceñida por las caderas, tomaba una grande espada y se cubría de un saco de los más groseros. Aun las cosas que chocaban en los demás, su aire jactancioso, sus bufonadas, el beber ante todo el mundo, sentarse en público a tomar un bocado con cualquiera y comer el rancho militar, no se puede decir cuánto contribuían a ganarle el amor y afición del soldado. Hasta para los amores tenía gracia, y era otro de los medios de que sacaba partido, terciando en los amores de sus amigos y contestando festivamente a los que se chanceaban con él acerca de los suyos. Su liberalidad y el no dar con mano encogida o escasa para socorrer a los soldados y a sus amigos fue en él un eficaz principio para el poder, y después de adquirido le sirvió en gran manera para aumentarlo, a pesar de los millares de faltas que hubieran debido echarlo por tierra. Referiré un solo ejemplo de su dadivosa liberalidad: mandó que a uno de sus amigos se le dieran doscientos cincuenta mil sestercios; esto los Romanos lo expresan diciendo diez veces. Admiróse su mayordomo, y como para hacerle ver lo excesivo de aquella suma pusiese en una mesa el dinero, al pasar preguntó qué era aquello, y respondiendo el mayordomo que aquel era el dinero que había mandado dar, comprendiendo Antonio su dañada intención, “Pues yo creía- le dijo- que diez veces era más; esto es poco, es menester que sobre ello pongas, otro tanto”.