Era al mismo tiempo tribuno de la plebe Dolabela, joven todavía, que, aspirando por medio de novedades a darse a conocer, quiso introducir la abolición de deudas. Como fuese su amigo Antonio, y conociese su carácter, dispuesto siempre a complacer a la muchedumbre, le instaba para que le auxiliase y tomase parte en el proyecto. Sostenían lo contrario Asinio y Trebelio; y por una rara casualidad concibió a este tiempo Antonio contra Dolabela la terrible sospecha de que profanaba su lecho. Sintiólo vivamente, por lo que echó de casa a la mujer, que era asimismo su prima, como hija de Gayo Antonio, el que fue cónsul con Cicerón, y abrazando el partido de Asinio hizo la guerra a Dolabela, porque éste se había apoderado de la plaza con ánimo de hacer pasar la ley a viva fuerza; pero sobreviniendo Antonio, autorizado con la determinación del Senado de que contra Dolabela se emplearan las armas, trabó combate y le mató alguna gente, teniendo también pérdida por su parte. Decayó con esto de la gracia de la muchedumbre; y con los hombres de probidad y de juicio nunca la tuvo, como dice Cicerón, por su mala conducta, sino que le aborrecieron siempre, abominando sus continuas embriagueces, sus excesivos gastos y su abandono con mujerzuelas; por cuanto el día lo pasaba en dormir, en pasear y en reponerse de sus crápulas, y la noche en banquetes, en teatros y en asistir a las bodas de cómicos y juglares. Dícese que, habiendo cenado en cierta ocasión en la boda del farsante Hipias, y bebido largamente toda la noche, llamado a la mañana por el pueblo a la plaza, se presentó eructando todavía la cena, y allí vomitó sobre la toga de uno de sus amigos. Los que más favor tenían con él eran el comediante Sergio y Citeris, mujerzuela de la misma palestra, que era su querida, y a la que llevaba consigo por las ciudades en litera, con no menor acompañamiento que el que seguía la litera de su madre. Daba también en ojos verle llevar en los viajes, como en una pompa triunfal, vasos preciosos de oro, armar en los caminos pabellones, dar en los bosques y a las orillas de los ríos opíparos banquetes, llevar leones uncidos a los carros y hacer que dieran alojamientos en sus casas ciudadanos y ciudadanas de recomendable honestidad a bailarinas y prostitutas. Pues no podían sufrir que César pasara las noches al raso fuera de Italia, acabando de extirpar las raíces de tan molesta guerra a costa de grandes trabajos y peligros, y que otros en tanto vivieran por él en un fastidioso lujo, insultando a los ciudadanos.