Mientras con tales juegos y puerilidades se entretenía Antonio, le sobrecogieron dos mensajes: uno de Roma, por el que se le avisaba que Lucio, su hermano, y Fulvia, su mujer, primero habían reñido y altercado entre sí, y después, poniéndose en guerra abierta con César, lo habían echado todo a perder y huido de la Italia. El otro en nada era más favorable y llevadero que éste, porque se le decía que Labieno, al frente de los Partos, había subyugado el Asia desde el Éufrates y la Siria hasta la Lidia y la Jonia. Vuelto, pues, con dificultad en sí como del sueño o de la embriaguez, movió primero para hacer frente a los Partos, y llegó hasta Fenicia; pero enviándole Fulvia cartas llenas de lamentos, se dirigió hacia Italia, conduciendo doscientas naves. Tropezó por suerte en la travesía con aquellos de sus amigos que habían huido, y supo que la causa de la disensión había sido Fulvia, mujer de carácter inquieto y violento, que había esperado sacar a Antonio de los lazos de Cleopatra si se suscitaba algún movimiento en la Italia. Sucedió por casualidad que Fulvia, que iba en su busca, enfermó en Sicione, y murió, con lo que hubo más proporción para su reconciliación con César. Pues luego que llegó a la Italia, como se viese que César no tenía contra él ninguna queja y que de las que contra él había, echaba la culpa a Fulvia, no le permitieron sus amigos que exigiese explicaciones, sino que los pusieron bien al uno con el otro, y partieron el imperio, poniendo por límite el mar Jonio: de manera que las regiones de Oriente quedaran para Antonio, las de Occidente para César, y el África se le dejara a Lépido, disponiéndose además que, si no les agradase ser cónsules, lo fueran amigos de ambos alternativamente.