Resuelto al combate naval, quemó todas las demás naves egipcias, a excepción de sesenta, y tripuló las mejores y de más porte, desde las de tres hasta las de diez órdenes, embarcando en ellas veinte mil infantes y dos mil ballesteros. Dícese que uno de aquellos infantes, hombre que era de los que hacían de guías en la formación y que había sostenido muchos combates a las órdenes de Antonio, teniendo su cuerpo pasado de heridas, exclamó en presencia de éste, y dijo: “¿Por qué, ¡oh emperador!, desconfías de estas heridas y de esta espada, y pones tus esperanzas en unos malos leños? Peleen en el mar los Egipcios y Fenicios; pero a nosotros danos tierra, en la que estamos acostumbrados a mantenernos a pie firme hasta morir o vencer a los enemigos.” Y que a esto nada respondió Antonio, y sólo con la mano y el rostro pareció exhortarle a que tuviera buen ánimo, y pasó de largo, no estando él mismo muy confiado; pues que queriendo los capitanes de las naves dejar las velas, los precisó a embarcarlas y llevarlas, diciendo que no se debía dejar escapar a ninguno de los enemigos que huyese.