Informado de que vivía, pidió con encarecimiento a los esclavos que le tomaran en brazos, y así lo llevaron a las puertas de aquel edificio. Cleopatra no abrió la puerta, sino que, asomándose por las ventanas, le echó cuerdas y sogas con las que ataron a Antonio; ella tiraba de arriba con otras dos mujeres, que eran las únicas que había llevado al sepulcro. Dicen los que presenciaron este espectáculo haber sido el más miserable y lastimoso, porque le subían del modo que referimos, bañado en sangre, moribundo, tendiendo las manos y teniendo en ella clavados los ojos. Porque la obra no fue tampoco fácil para unas pobres mujeres, sino que Cleopatra misma, alargando las manos y descolgando demasiado el cuerpo, con dificultad pudo tomar el cordel, animándola y ayudándole los que se hallaban abajo. Luego que le hubo recogido de esta manera y que le puso en el lecho, rasgó sobre él sus vestiduras, se hirió y arañó el pecho con las manos, y manchándose el rostro con su sangre, le llamaba su señor, su marido y su emperador, pudiéndose decir que casi se olvidó de los propios males, compadeciendo y lamentando los de Antonio. Hízola éste suspender el llanto, y pidió le dieran un poco de vino, o porque tuviera sed, o esperando acabar así más presto. Bebió, y la exhortó a que, si podía ser sin ignominia, pensara en salvarse, poniendo de los amigos de César su mayor esperanza en Proculeyo; y en cuanto a él, que no llorase por las mudanzas que acababa de experimentar, sino que antes le tuviese por dichoso, a causa de los grandes bienes que había disfrutado, pues había llegado a ser el más ilustre y de mayor poder entre los hombres; y si entonces era vencido, lo era noblemente romano por romano.